Es jodido conseguir entradas para ver jugar al Arsenal en su casa. Hoy es día de partido menor, contra el Stoke de Mark Hughes y Bojan Krkic, y en la taquilla que abren solo los días de partido no quedan más que entradas VIP. En la tienda online del club obligan a pagar treinta libras al año para tener derecho a comprar entradas. El fútbol moderno era eso.
La zona VIP del Emirates parece el lounge de un aeropuerto, con su fina moqueta, sus sillas, mesas y taburetes en plástico blanco y sus marcas de alcohol internacionales. Nada de cerveza ale londinense, solo Carlsberg y Guinness en —lo han adivinado— pintas de plástico.
El Emirates por dentro es un estadio bonito, con todos los asientos a resguardo de la lluvia. La grada VIP no tiene nada de particular salvo que los asientos plegables son anchos y están ligeramente acolchados, supongo que para ahorrarse las almohadillas que luego puedan ser utilizadas como arma arrojadiza. Por la megafonía suena el ultramanido «London Calling» de The Clash. Gunnersaurus, el dinosaurio verde que hace las veces de mascota del club saluda desde el centro del campo.
Es media tarde de enero y el sol de invierno ilumina el césped. Los jugadores del Arsenal salen todos en manga larga. Todos menos Walcott, al que Wenger da minutos en la segunda parte y es el único jugador de rojo que parece interesado en presionar la salida del balón. Ozil, que vuelve de lesión y sale a falta de veinte minutos para el final, lleva mechas rubias. Está torpe, impreciso como centrocampista inglés más preocupado por su pelo que por sus pies.
La primera parte apunta a un mano a mano entre enemigos de Messi: Alexis versus Bojan. El Arsenal marca pronto. Bojan lo intenta desde la segunda línea, pero cada vez que se acerca al área el gigante alemán Mertesacker le cierra el paso. «Break him in half!», pártelo en dos, sugiere un socio desde la tribuna VIP, lo que le supone una amonestación verbal de un empleado del club. «Pedir al alemán que lo parta en dos no es un insulto, come on. En cuarenta años de socio nunca he tenido un problema. ¡Y jamás me han puesto una multa de aparcamiento!» responde el hombre entre las risas de sus compañeros de grada.
El chileno marca de falta antes del descanso —dieciocho goles esta temporada— y, como sucede en el Bernabéu, la afición anima a favor de viento. Incluso jalean los saques de puerta del portero suplente («Ooooooospinaaaaa!»), titular hoy después de que Wenger pillase al polaco Szczesny echando un pitillo en el vestuario. Arsène el furioso activista antitabaco es, como pueden imaginar, exfumador.
Al descanso hay bebida gratis para los aficionados VIP. Decenas de pintas de plástico se amontonan sobre una mesa con un cartel que explica que está prohibido coger una hasta que el árbitro señale la mitad del partido. Un corrillo de ingleses gordos y con mejillas rosadas se arremolinan en torno al botín, pero ninguno osa hacerse con un vaso. Esas cosas inglesas que son impensables en cualquier otro lugar.
Tras las cervezas, Alexis marca de nuevo, a Bojan se le acaba la gasolina y el partido acaba sin mucha historia. La megafonía anuncia que los trenes de vuelta a Stoke funcionan con retraso y la afición del Arsenal lo celebra. Fans locales y visitantes dejan el estadio camino a una de las estaciones de metro y tren que hay en torno al estadio, todas colapsadas con colas que van desde el andén hasta la calle.
Algunos aficionados nostálgicos se desvían de su ruta para pasar por el viejo Highbury. El antiguo estadio es ahora un complejo residencial pero aún conserva sus fachadas este y oeste mientras que donde estuvo el césped ahora hay un jardín. Uno se siente más en casa del Arsenal en ese jardín que en el Emirates Stadium. El Arsenal de antes del fútbol moderno, aquel que tenía un escudo en lugar de un logotipo.
Pettiness
«There’s nothing I despise more in life than pettiness». Esa estrechez de miras que tanto desprecia Frank Underwood (el maestral personaje creado por Kevin Spacey para House of Cards) es sin duda el mayor defecto de Arsène Wenger.
El entrenador francés ha adquirido, después de casi veinte años en el cargo, el estatuto de legend, leyenda del fútbol inglés, lo que le convierte a todos los efectos en incuestionable por mucho que se empeñe en equivocarse. Era 1996 y el Arsenal se fijó en un alsaciano que entrenaba en Japón para arreglar un equipo que no carburaba. Como se ha contado en innumerables ocasiones Wenger hizo algo más que eso, prohibió la cerveza y las chocolatinas Mars, fichó al holandés Dennis Bergkamp y al francés Patrick Vieira y en su segunda temporada el club ganó su primera liga en siete años. Arsène Wenger no solo había hecho del tradicionalmente aburrido Arsenal un equipo con un espectacular estilo propio, sino que con sus métodos de trabajo había revolucionado el fútbol inglés.
Fast-forward a diez años más tarde. El club y Wenger, sinónimos a estas alturas, deciden que el estadio de Highbury —treinta y ocho mil asientos— se le quedaba pequeño a un club ganador y optan por mudarse a un nuevo estadio. El cambio trae dos problemas de la mano: por una parte, el club se ve obligado a vender a sus mejores jugadores para poder pagar el nuevo campo; por otro, la miopía de club y mánager son evidentes al construir un nuevo estadio de tan solo sesenta mil plazas, pocas si lo comparamos con los clubes con los que el Arsenal aspira a competir. El Emirates es más grande que los estadios vintage de los clubes británicos, sí, pero lejos de sus rivales continentales: a título de ejemplo, el Bernabéu tiene ochenta y un mil asientos y el Allianz Arena, —acabado un año antes que el Emirates— setenta y cinco mil. En una ciudad del tamaño de Londres los sesenta mil asientos del Arsenal son de una estrechez de miras insoportable. El resultado: hoy día es casi imposible encontrar entradas para ver un partido de los Gunners en casa.
Los revolucionarios métodos de entrenamiento de Wenger no han evolucionado en dos décadas, y la deficiente preparación física de los jugadores del Arsenal se traduce en lesiones: cincuenta y tres desde que empezó la temporada en agosto pasado. Un solo jugador, Abou Diaby, acumula más de cuarenta lesiones en sus ocho temporadas en el club.
En el momento en que el Arsenal abandonó Highbury dejó de ganar títulos: Wenger eligió tener una empresa rentable antes que un club ganador. Los defensores del entrenador francés martillean el mismo argumento en su defensa: Arsène logra meter al equipo en Champions a pesar de gastar menos que otros. Durante un tiempo eso fue así, sin embargo el argumento de la austeridad se cayó cuando el último día del mercado veraniego de 2013 Wenger decidió pagar cincuenta millones de euros por Mesut Özil. Este año el Arsenal ha sido el cuarto club inglés que más dinero ha gastado y el segundo en inversión neta (gastos menos ingresos) tras el United de Van Gaal.
El año pasado la temporada del equipo de Wenger se saldó con una salida de la Champions en octavos, un cuarto puesto en liga sin ser jamás una amenaza real para Chelsea, Liverpool y Man City y el primer título en nueve años, una FA Cup. Este año va camino de repetir actuación y sin embargo se oyen pocos reproches desde la grada: la afición del Arsenal se ha acostumbrado a ser un equipo de clase media-alta dirigido por un señor francés intocable por su condición de leyenda. Un tipo que en su día fue el estandarte del fútbol moderno y hoy va camino de convertirse en dinosaurio. Quizás así podrán sacarlo del banquillo y nombrarlo nueva mascota del Arsenal: Arsène Wenger, Gunnersaurus Rex.