Hay dos cosas que todos sabemos sobre Serena Williams. Una es que es una de las atletas más poderosas de la historia. La otra, que es una mujer negra. Lo primero no la salva de lo segundo y por eso lleva a cuestas no solo la presión de la competición, sino también todos los estereotipos y prejuicios que su identidad le echa encima.
En septiembre de 2018, Williams perdió la final de un importante torneo frente a la jugadora japonesa Naomi Osaka, pero el partido llenó titulares por otro motivo: el árbitro amonestó a la americana tres veces por motivos menores, provocándole a la tenista un cabreo monumental. Eso fue lo que la puso en la diana. Un buen resumen de las críticas sería la viñeta creada por Mark Knight para el Australia’s Herald Sun en la que Williams aparece como una enorme mujer bebé, chupete incluido, que berrea mientras el árbitro le pide a su contrincante que la deje ganar. ¿Por qué? Porque una mujer negra no puede cabrearse si no quiere confirmar el estereotipo de la angry black woman.
Una angry black woman es algo que quizá no le suene de nombre, pero seguro que sí en su significado: es una mujer negra, a menudo grande y rotunda, que se enfada, hace aspavientos y grita. Es mordaz, agresiva, escandalosa e irracional. Digo que seguro que le suena porque es uno de los estereotipos más comunes entre los que les caen encima. Salen así representadas en infinidad de películas y series. El fenómeno es tan común que hay quien lo tiene por un síndrome.
Los salvajes negros
¿Han oído hablar de las jezebel? Son otra caricatura de las mujeres negras que las convierte en sexualmente promiscuas y moralmente laxas. La idea surgió de las rígidas mentalidades victorianas al encontrarse en sus imperios coloniales la forma de vida de otros pueblos, especialmente en África, donde ni hombres ni mujeres iban tan tapados como los ridículos europeos por motivos seguramente meteorológicos, ni las costumbres sexuales eran tan censuradas. Sesudos estudiosos llegaron a la conclusión, a partir de observaciones de este estilo, de que las mujeres negras (también los negros) estaban biológicamente más cerca de los animales que las mujeres blancas y que su obvio desmelene sexual era una prueba innegable. Se sabía que esto era así, era conocimiento científico, algo objetivo.
Estas ideas se perpetuaron y expandieron gracias a los medios de comunicación (antes de películas y series eran obras teatrales, pinturas, algunos libros) y en su consecuencia más extrema, sirvieron durante décadas como racionalización y justificación de la violación de mujeres afroamericanas. «Total, a ellas les gusta», debían de pensar sus violadores.
Las mujeres negras sufrían (y sufren) la doble discriminación de su género y su etnia, pero no eran las únicas. Los hombres negros también cargan aún hoy a sus espaldas con una buena dosis de estereotipos: son vagos y despreocupados, son hipersexuales y no tienen control, son malhumorados y violentos, son menos inteligentes.
La vergüenza del racismo científico
La ciencia y los medios de comunicación de la época tuvieron una gran responsabilidad sobre ello. La primera por ofrecer a estas ideas una base sólida y respetable sobre la que asentarse. Los segundos por dispersarlas y mantenerlas con vida, incluso hoy, una vez ya descartadas.
El racismo científico, que hoy sabemos que era en realidad pseudocientífico como mucho, sirvió para defender la idea de que había motivos biológicos objetivos para establecer diferencias entre razas (el mismo concepto de razas está hoy descartado dentro del ser humano). De forma muy conveniente para los que entonces dominaban el mundo, los hombres blancos, logró convertir en algo innato las barreras y diferencias impuestas. No era discriminatorio sino pura lógica obligar a las personas negras a hacer los trabajos más pesados si resultaba que, por naturaleza, eran más fuertes y resistentes que las blancas. No lo decimos nosotros, dirían esas élites, lo dice la ciencia.
El racismo científico dio legitimidad a la obsesión del hombre blanco por dominar el mundo y a los que viven en él, y la expansión de sus ideas dio pie a la opresión, la discriminación y la barbarie de forma generalizada y en varios momentos históricos concretos: la esclavitud en Estados Unidos y luego las leyes de segregación racial, el nordicismo, el apartheid sudafricano y la higiene racial que buscaba el Tercer Reich alemán.
¿Cómo se mide la inteligencia?
Con la inteligencia de blancos y negros como principal caballo de batalla, uno de sus métodos más habituales tenía que ver con la craneometría y la frenología: mediciones craneales de personas de distintas etnias se utilizaron para apoyar la idea de que el hombre negro se encontraba a medio camino entre el hombre blanco y el mono, y por tanto era menos evolucionado y menos inteligente y capaz. Existen decenas de ilustraciones de la época que sugieren este razonamiento, en las que además el espécimen blanco retratado rezuma sofisticación mientras que los rasgos del sujeto negro salen sensiblemente deformados hacia lo simiesco, a veces de maneras más sutiles que otras.
Algunas de sus aplicaciones resultarían absurdas vistas hoy si no fuesen en el fondo tan escalofriantes. Ante la convicción ―falta de pruebas reales― de que la raza blanca era superior a las demás en capacidades mentales, algunos científicos sociales decidieron complementar los razonamientos craneales y probar con los test para medir el cociente intelectual. En 1908 el médico estadounidense Henry Goddard, uno de los primeros y mayores defensores del uso de estos test, comenzó a realizarlos a los inmigrantes que llegaban a Ellis Island, puerto de entrada a Nueva York. Según sus resultados, el 87 % de los rusos, el 83 % de los judíos, el 80 % de los húngaros y el 79 % de los italianos tenían una edad mental inferior a doce años.
Ese racismo científico quedó desacreditado dentro de la propia comunidad científica tras la Segunda Guerra Mundial, principalmente por considerar que no se puede hablar de razas biológicas que distingan a unos seres humanos de otros, ya que taxonómicamente todos pertenecemos al mismo grupo. La palabra «población» se utiliza ahora para definir a un grupo de personas que comparte determinados rasgos genéticos sin las implicaciones clasificatorias del término «raza».
También se criticaron y descartaron los estudios que pretendían relacionar la inteligencia con los rasgos genéticos, ya que es difícil distinguir cuánto de nuestro intelecto nos viene heredado y cuánto se debe al entorno en el que crecemos. Aunque algunos recalcitrantes siguieron, y siguen, defendiendo el racismo biológico como un área a explorar, la mayoría de sus colegas les consideran trasnochados, peligrosos y no quieren tener nada que ver con ellos.
La ciencia lo descarta, los medios no
Pero los medios no quisieron dejar ir un tema que tanto interés despertaba, fuese cierto o no, y las teorías del racismo científico siguieron estando presentes en medios de gran repercusión, incluso estando ya descartadas. En 1966 la revista Playboy entrevistaba a George Lincoln Rockwell, fundador del Partido Nazi Americano que justificaba su convicción de que los negros son inferiores a los blancos por un estudio realizado cincuenta años antes y que concluía que las habilidades intelectuales de los negros mejoraban según su porcentaje de ancestros blancos. Playboy publicó después una nota asegurando que el estudio estaba desacreditado y que era una racionalización pseudocientífica del racismo… pero allí estaba.
La cosa ha seguido desde entonces, con el racismo científico apareciendo y desapareciendo como el Guadiana de los titulares y la televisión. En 1994 Charles Murray, científico político y columnista, publicaba The Bell Curve, un trabajo en el que defendía que son las diferencias en el cociente intelectual, y no la desigualdad de oportunidades, lo que marca la estructura social y el lugar que ocupa cada uno de nosotros en ella. Así que si en la base de esa estructura social en Estados Unidos se encontraban masivamente los negros y los latinos, era porque sus capacidades mentales eran inferiores, no porque viviesen sometidos a un sistema que les sitúa, de partida, a varios pasos de desventaja frente a los blancos.
El trabajo de Murray fue rápidamente señalado por sus colegas académicos: su evidente sesgo hacia los afroamericanos, a los que considera fundamentalmente menos inteligentes y menos creativos entre otras cosas, empapaba su trabajo de tal forma que era difícil dar una validez científica a sus hipótesis y supuestas pruebas estadísticas.
Pero eso no fue impedimento para que le diesen voz en los medios. A gran parte de la élite económica y social le venían muy bien las teorías de Murray porque le permitía considerar suerte y azar lo que todos los demás les decían que era discriminación y racismo. En un caso especialmente sonado, Andrew Sullivan, por entonces editor de la revista The New Republic, tuvo que dimitir de su puesto después de que la redacción se amotinase contra él por haber publicado extractos del libro de Murray defendiendo las diferencias de cociente intelectual por razas.
El racismo científico vuelve a estar de moda
Si ha estado prestando atención, seguro que sabe por dónde sigue la historia. Efectivamente: el racismo (pseudo)científico vuelve a estar de moda como parte de la corriente reaccionaria que señala a las minorías como culpables de todos los males, grandes y pequeños: gais, mujeres e inmigrantes.
Y todo empezó de una forma relativamente benigna: en 2005, Steven Pinker, uno de los psicólogos evolutivos más populares, comenzó a defender la idea de que los judíos askenazíes, descendientes de las poblaciones judías del medievo en la cuenca del Rin y asentados en Europa Central y Occidental, eran de forma innata más inteligentes que la media. Primero lo dijo en una conferencia a estudiantes judíos en un instituto, después en un artículo en la misma The New Republic que dio mucho que hablar.
Era la cara más amable del racismo científico, pero que nadie se engañe: si los judíos eran más inteligentes, por lógica otros grupos tenían que serlo menos.
En ese artículo de The New Republic, Pinker criticaba a los que dudaban de la validez científica de analizar las diferencias genéticas entre razas y aseguraba que rasgos de la personalidad como la inteligencia son «medibles, heredables dentro de un grupo y diferentes, de media, entre distintos grupos». Con esto abrió la puerta por la que se colaron otros autores, la que convierte en algo admisible y hasta lógico clasificar a las personas según sus rasgos y atribuirles distintas características y valores.
De aquellos polvos…
En 2014, el que poco antes había sido periodista científico del New York Times, Nicholas Wade, publicó el que probablemente sea uno de los libros más representativos del racismo científico moderno. Se llama A Troublesome Inheritance (Una herencia problemática) y en él defendía que sí hay razas diferentes dentro del ser humano, entendidas como grupos de población con profundas diferencias biológicas; que los cerebros de esas distintas razas han evolucionado de forma diferente, y que eso se traduce en niveles medios de cociente intelectual muy dispares según la raza.
Más de cien genetistas y biólogos evolutivos firmaron una carta acusando a Wade de entrar en ese campo de estudio como un elefante en una cacharrería, apropiándose y malinterpretado investigaciones ajenas y descartaron sus propuestas por su baja calidad científica, pero medios de la derecha radical se hicieron eco de ellas y achacaron las críticas a la oposición política y social a sus ideas, y no a su chapucería científica.
El motivo por el que el racismo científico nunca termina de desaparecer y revive cual zombi periódicamente en los medios y el debate público es, según Gavin Evans, periodista de The Guardian, que el público oye hablar sobre racismo, pero no sobre la ciencia. Y como no todos sabemos identificar a simple vista qué es ciencia y qué no, la confusión deja a autores como Murray o Wade un resquicio por el que introducir teorías racistas que, vestidas con la respetabilidad de supuestos métodos científicos, se convierten en ideas que, así sí, merecen ser tenidas en cuenta.
Xenofobia, discriminación, muros de contención de inmigrantes con el argumento de reducir la criminalidad… ¿Les suena? «Después de todo, en este mundo hay personas que son naturalmente agresivas y violentas», escribía en julio de 2016 Steve Bannon, ideólogo de la campaña que dio a Donald Trump la presidencia de Estados Unidos.
Contaba Serena Williams, después de aquel partido y de su cabreo, que supo en el mismo momento en el que ocurría cómo iba a interpretarse su reacción de ira, y que eso la cabreó aun más. Estaba atrapada en el círculo vicioso del estereotipo, una especie de profecía autocumplida de la mujer negra cabreada porque tiene razones más que de sobra para cabrearse. La infame viñeta le dio la razón.