Al sentarse se disculpa por el retraso, aunque llega puntual, y por venir con Chispa, aunque la perrita es tan prudente que no mueve un pelo en hora y media de conversación. Mikel López Iturriaga (Bilbao, 1967) se cansó un día del periodismo cultural y se pasó al gastronómico, aunque lo suyo no se ciñe a los fogones. En su blog Ondakin.com hizo recetas, sí, pero también habló de restaurantes y de nutrición o de la relación que los alimentos tienen con la música, con la cultura y hasta con la política. Desde 2009 lo conocemos como El Comidista de El País, un espacio en el que López Iturriaga conserva el formato blog para hablar de lo que sea mientras cumpla dos condiciones: que se pueda comer y que lo pueda comer cualquiera. Compartimos con él un desayuno en Barcelona para hablar de cocina y de alimentos, de los blogs y del periodismo y de por qué, según él, nunca, nunca –pero nunca– hay que tirar la comida.
¿Debemos sacar alguna conclusión de que el periodismo gastronómico haya ido desapareciendo poco a poco de los grandes periódicos y de que de repente uno de ellos rellenase ese hueco con un blog rescatado de internet?
La gastronomía ha perdido espacio, como dices, pero la realidad es que los grandes medios españoles nunca le han prestado demasiada atención. Es algo que contrasta con la que sí le han prestado y le prestan otros medios en Europa, cuyo referente es el Reino Unido, donde hay un despliegue mediático en torno a la comida que incluye hasta suplementos y demás. Es muy curioso porque en España creemos que los británicos comen muy mal y nos jactamos de que aquí somos la leche. Sabemos todos de gastronomía, por lo visto, y esto es una especie de Wonderland de la comida. Y a los medios no les interesa, sin embargo, o no les interesaba. Lo que ha ocurrido con internet es que las estadísticas del tráfico han demostrado que la gastronomía sí chuta, que sí gusta y que sí interesa al lector. Por eso le dan más espacio o, desde luego, yo creo que es lo que ha ocurrido con mi blog.
Que ha subido como la espuma. Menos mal que los blogs habían muerto…
¡Pero qué ganas de matar al blog tiene mucha gente! (ríe). Mira, cuando empecé con él no me lo planteé como algo amateur, sino como algo profesional, que es donde radica la diferencia. Si le aplicas a un blog criterios periodísticos profesionales, la diferencia que lo separa de una pieza de periodismo tradicional no es más que de formato, o me lo parece a mí. No creo que el blog haya muerto. Seguramente hemos alcanzado un punto de saturación, porque ha habido muchos, y han aparecido otras fórmulas y otras formas de contar cosas, pero ya está. A lo mejor ha perdido parte del protagonismo que tuvo hace un tiempo en internet, pero a mí me sigue pareciendo una herramienta magnífica y muy útil.
Te he oído matizar en alguna ocasión que hablas de comida, no solo de cocina.
Claro, porque en torno a la comida está la gastronomía, la cocina, la nutrición… Pero no solo eso. Yo también suelo hablar de política y comida, por ejemplo, a veces hasta de cosas que se relacionan con la comida solo muy remotamente (ríe). Desde el primer momento tuve muy claro que si me ceñía a la técnica, a las recetas, me iba a aburrir y a convertirme en una máquina de hacer tutoriales. Además me interesa mucho la relación entre la comida y la cultura pop, y por eso digo que es más un blog de comida, no solo de cocina.
Tanto varías en las cosas que haces que lo último ha sido ir a Burkina Faso, si no me equivoco, con la campaña Alimentos con poder.
Sí. Se trata de una campaña cuyo eslogan es que este arroz puede enseñar a leer, por ejemplo, que esta mazorca de maíz lucha por los derechos de las mujeres o que este mango puede ayudar a prevenir el cólera. Consiste en enseñar que, sin acceso a la alimentación básica, es imposible que un pueblo prospere: que nadie pueda aprender, que pueda luchar por sus derechos o que se pueda curar. La idea fue que alguien como yo, que soy un bloguero de gastronomía sin más, pasara al otro lado y viera cómo lo hacen los que no tienen nada en un país donde trabaja Intermon Oxfam, en este caso Burkina Faso, para enseñárselo a los demás y que conozcamos aquí esa realidad. Viajé allí a grabar un pequeño anuncio, un vídeo de poco menos de tres minutos, para enseñar precisamente eso: el poder de los alimentos. Personalmente es una de las cosas más gratificantes que he hecho en la vida porque he podido ver la labor que hace Intermon Oxfam y comprobar que mucha gente sale allí adelante, aunque sea un poquito, gracias a este tipo de trabajo. Siempre había visto con mucha desconfianza esto de la cara conocida que se mete en las causas benéficas, pero creo que esta merece la pena porque no es caridad, es pelear por que la gente tenga derechos, por que no les timen y por que prospere. Es un trabajo muy práctico que no se limita a llevar comida a las hambrunas.
Tú te pasaste del periodismo cultural al gastronómico, que no es lo más frecuente.
Estuve haciendo periodismo musical en el Tentaciones de El País hasta el año 2000, más o menos, pero al final me aburrió. Fueron muchos años haciendo lo mismo y el trabajo como periodista musical y como editor de la sección de música se había convertido en algo muy rutinario. Había entrado en esa rueda que consiste en que la discográfica te ofrece una entrevista promocional, tú la haces, la discográfica te ofrece otra, tú la haces… Todo eso acabó por agotarme, así que lo dejé cuando me surgió la oportunidad de irme a probar suerte en portales de internet, que nacían en aquella época. Primero estuve en uno latinoamericano que se llamaba Loquesea.com y después en Ya.com, llevando la web de Chueca.com, dirigida al público gay. Cuando me mudé de Madrid a Barcelona cambié también de portal, ahora a uno de sobre música que en realidad era una tienda online de discos, y aquello fue ya la debacle. Me vi convertido en el gestor de una tienda con cifras, bases de datos, tablas de Excel… Y dije que no. Ni era lo mío ni me gustaba, así que me fui e hice un curso de un año en la escuela de cocina Hoffmann. Después todavía pasé dos años en el diario ADN, hasta que cerró en 2011, pero gracias a esa formación en cocina comencé a hacer reseñas gastronómicas poco a poco, y hasta hoy.
Tengo que decirte que me gusta mucho oír a un periodista cultural renegar de serlo, porque mi impresión es que se trata de una especialidad que frecuentemente se vive con mucha complacencia.
Hombre, tampoco voy a decir que el periodismo cultural fuera un drama para mí. Hice cosas buenas y cosas malas, como todo el mundo, pero en general me divertí y aprendí a enfrentarme al periodismo gastronómico que hago hoy, en el que reaparece de vez en cuando este background cultural. Lo que ocurre es que en el periodismo español hay mucha tendencia al apoltronamiento, especialmente en el periodismo de redacción, y quizá por eso hay mucha gente que llega a su puesto y ya no se plantea moverse del asiento hasta el día de su jubilación. Por eso y porque es una profesión en la que hay mucha precariedad, claro, y si consigues un buen puesto de trabajo nadie te garantiza que el siguiente lo vaya a ser también, por más prestigio o experiencia que tengas. En El País, cuando alguien se iba como yo mismo me fui, siempre se repetía en la redacción la misma frase: «Ahí fuera hace mucho frío».
No se puede decir que no prediques con el ejemplo, porque tú te fuiste precisamente de El País, que muchos ven como la meta profesional, a internet, que entonces no era precisamente el internet que conocemos hoy.
¡Bueno, ni mucho menos! En aquel entonces era un medio absolutamente nuevo y caótico, bastante más que ahora. Como decía un jefe que tuve en Loquesea.com, éramos como Edison inventando la bombilla. Y sí, es cierto que para muchos El País es el sanctasanctórum periodístico, y más entonces. Seguramente los tumbos que di después de irme demuestran que no fue la mejor decisión a corto plazo, pero a la larga me ha servido para ganar flexibilidad profesional, que es precisamente lo que no tienen muchos otros periodistas. Hoy hay muchos que lo están pasando mal precisamente porque llevan muchos años apoltronados y de repente, con mi edad o un poco mayores, son irreciclables para el mundo digital y no saben trabajar de otra forma más que en una redacción.
¿Y no crees que son esclavitudes ligadas también al modelo de papel?
Sí, en cierto modo sí. Yo creo que el modelo que impone el papel, el de una gran redacción y mucho trabajo de mesa, está condenado a la extinción. Tiene sus cosas buenas, ojo. La información se filtra mucho y pasa por muchas manos, por ejemplo, pero es una estructura insostenible a largo plazo. Caminamos hacia un modelo que tiene que ver mucho más con el freelance, lo que estaría muy bien si lo hiciésemos en la dirección correcta, que no es la que llevamos. Vamos hacia el freelance cada vez más precario, peor pagado y en peores condiciones laborales. Qué te voy a contar que tú no sepas.
Pero me gusta oírlo porque muchas veces los periodistas hablamos al lector de futuro, de modelos y desafíos en términos muy grandilocuentes y pomposos. Con tanta abstracción se nos olvida trasladar lo más básico, lo que mejor explica la deriva del periodismo: que la producción de la información está instalada en la precariedad.
Claro, es que la calidad de la información empieza con esas condiciones. A mí hace poco me pagaron cincuenta euros por una historia en la que invertí día y medio, por ejemplo. Una empleada del hogar que trabaja por horas cobra no más, sino bastante más que eso. Con todos mi respeto hacia el trabajo en el hogar, ¿eh? Pero date cuenta de que el periodista es un profesional cualificado, en principio, con una cierta experiencia, unos conocimientos y demás, al que de repente se somete a unas tarifas que son simplemente imposibles. ¿Qué hacemos ante esto? Poner en marcha la churrera y venga, pieza, pieza, pieza. Todos, ¿eh? Todos. Porque tenemos que rentabilizar nuestro trabajo como cualquiera y, si te van a pagar determinada cantidad por un artículo, le puedes dedicar un determinado tiempo y no otro. Y por supuesto eso se nota en los medios y lo nota el lector, que no es tonto. Curiosamente muchos profesionales dentro de los medios, muchos de los que mandan, creen que no. Que es lo que hay y que da igual, pero no. No da igual. Si pagas decentemente por una buena historia, tendrás una buena historia, y si pagas una mierda, tendrás una mierda.
Es que a mí me da la impresión de que todas estas estrecheces no se ven tanto en ese estrato, el de los que mandan. ¿No te sientes tentado a veces a trasladar a la profesión ese eslogan tan repetido hoy de «no es una crisis, es una estafa»?
Hombre, no sé. Sí es cierto que en los medios se ven muchos fenómenos como la superpoblación de directivos, por ejemplo, que es otro problema singular del periodismo aquí. Son cosas que no se corresponden ya no con el periodismo de hoy en día sino con la estructura que debería tener una empresa moderna y que tienen, de hecho, muchas de creación más reciente. Pero no creo que por eso se deba culpar integralmente a nadie de la situación, que a fin de cuentas es mucho más compleja. Atravesamos una crisis económica muy grave y la cosa tampoco es sencilla para quien hace los presupuestos. Por supuesto habrá lugares en los que se destinen recursos a lujos accesorios mientras escasean en otros puntos más necesarios, pero la crisis de la profesión, a fin de cuentas, está relacionada íntimamente con la de la publicidad y con la del propio modelo.
A ti, que llevas en esto muchos años y que has vivido de primera mano la transición digital de la última década, te quiero preguntar si percibes que se haya devaluado entre los lectores la figura del propio periodista.
Sí, sin duda. Lo que yo noto en mi blog es que hay una gran hipersensibilidad, mucha más que antes, y mucha desconfianza. Lo de que te hayan pagado por decir tal cosa o que estés haciendo publicidad son acusaciones no constantes, pero casi. Incluso hay días que publicas algo y te montan unas teorías conspiranoicas que casi te da la risa. Hay una gran desconfianza, o a mí me lo parece. Los periodistas hemos perdido parte de la credibilidad y eso hace que la profesión, desde mi punto de vista, esté muy desprestigiada. Con razón, a veces, porque no hay que olvidar que muchos periodistas y muchos medios han dado muy mal ejemplo. En España se ha visto tanto periodista, especialmente del corazón, dando gritos por la televisión que hay mucha gente, porque es así, que asocia la profesión a esa figura.
¿Y el servilismo ideológico?
Bueno, por supuesto. El periodismo de trinchera es el gran marrón que está jodiendo la credibilidad de los medios en España. Que en Reino Unido, en Francia o en Alemania cada medio tiene su línea editorial, ojo, pero no es como lo que hacemos aquí, que abrimos un periódico o ponemos la televisión y ya sabemos lo que nos van a contar. Muchos medios ya no se adscriben solo a una forma de pensar, más conservadora o más progresista, sino a formaciones políticas concretas. Parémonos a pensarlo: es que es normal que la gente ya no se crea nada. Cuando ya conoces la postura de alguien sin necesidad siquiera de oírlo o de leerlo, ¿para qué hacerlo? Pierde todo el interés.
Tenemos un triste ejemplo de todo esto la Radio Televisión Pública Valenciana, cuyo reciente anuncio de cierre ha venido acompañado de una oleada de acusaciones de manipulación política.
Lo de Canal Nou va más allá. Yo conozco personas que están o que han estado allí y lo que cuentan es muy heavy. Y políticamente, qué quieres que te diga. Hay que tener muchísima desfachatez para degradar una televisión pública, manipularla hasta el ridículo, vendérsela a tus amiguetes y luego, cuando ya es una basura que tiene un 3% de share, que no ve nadie, cerrarla y encima decir que vas a usar ese dinero en colegios públicos y hospitales. Es que es un retorcimiento tal de la ética y de la lógica que… No sé. Es para levantarse en armas.
A mí es lo que más me llama la atención en todo este asunto: el descaro con el que Alberto Fabra vertió esa tesis el otro día ante la opinión pública. Estamos llegando a un punto en el que ni siquiera el disimulo es necesario, en el que un político puede contar cosas cuya falsedad no es muy dudosa, sino directamente obvia, y no pasa nada.
Sí pero, ojo. Esto encuentra un campo de cultivo muy abonado en la sociedad española. No nos engañemos: los españoles somos muy sectarios y muy del contigo o contra mí. No nos gustan los tonos grises ni la reflexión. Yo es algo que veo cuando publico posts sobre algún tema controvertido en el que intento comprender la posición de las dos posturas, no solo de uno, y llegar a un punto de conciliación entre ambas. Hay gente a la que le subleva eso. Que no tomes partido por una opción o que, según ellos, no lo tengas claro. Ese periodismo manipulado encuentra un público en estas personas que quieren leer y oír eso precisamente. Las manipulaciones y las obviedades de las que hablas. Por eso hay medios que viven sencillamente de eso: de alimentar la mala baba. Y por lo visto les funciona, porque ahí siguen. Y sus lectores están muy satisfechos.
Antes de hablar de alta cocina te quiero recordar un capítulo de tu libro de recetas que se llamaba «Cómo engañar sirviendo sobras: logra que tus seres queridos coman restos pensando que son alta cocina». No sé si tienes una mala opinión de la alta cocina o una muy buena de las sobras de la nevera.
Bueno, en realidad es una coña y poco más (ríe). Es una pequeña reivindicación del aprovechamiento en la cocina y un pequeño encabronamiento por toda la comida que tiramos, en muchas ocasiones por pura ignorancia. Es que fui educado en la fobia al desperdicio de comida, a derrochar el alimento, y por eso doy tanto la vara con esto. Hay platos de aprovechamiento que son incluso mejores que el original, ojo. Creo que es sano recuperar esa filosofía que estaba implantada en la sociedad española hace treinta o cuarenta años y que sin embargo, con el mundo de opulencia en el que hemos vivido hasta hace bien poco, se ha perdido. Aunque claro, por esto mismo creo que es algo que vuelve, porque la situación económica que atravesamos lleva a que lo tengas que aprovechar todo en casa.
Cuando le pedimos a Martín Berasategui que definiera su cocina nos dijo que le daba pudor y que «son otros los que deberían hacerlo». Aunque no seas crítico, ¿te tienes por uno de esos llamados a definir la cocina de los demás?
Hombre, es que a mí también me da mucho pudor (ríe). En general todas estas declaraciones maximalistas que dicen que la cocina de no sé quién es tal o cual cosa es algo con lo que no me atrevo. Además, en el campo específico de la alta cocina no creo que tenga ni los conocimientos necesarios ni la experiencia. Que he comido en los sitios de estos chefs y he disfrutado mucho, ¿eh? Y me interesa el modo que tienen de trabajar. Pero tanto como para ponerme a definir la cocina de nadie, pues no. Cuatro pinceladas sobre su trabajo, todavía, pero hasta ahí. Yo no soy crítico gastronómico: soy periodista gastronómico. Y con la música me pasaba igual, que no hacía crítica musical, sino periodismo musical. En realidad a veces sí hablo de restaurantes, que es en lo que suele consistir la crítica gastronómica, pero normalmente son asequibles. La alta cocina es interesantísima y maravillosa pero, vamos a ver: no todo el mundo tiene doscientos cincuenta euros para gastarse en una comida. No es lo mío.
Tras un largo periodo de furor experimentalista, hace ya un tiempo que en estos ambientes se estila mucho reivindicar la raigambre tradicional de los platos, aunque cuando hablamos con Ferran Adrià nos dijo que los que hacen alta cocina no hacen cocina tradicional y que «la gente confunde una cosa con la otra». ¿Se puede hacer una alta cocina tradicional?
Buf, difícil pregunta. Quizá es cierto que la alta cocina de primer nivel no debe considerarse tradicional. Como en todo, en la cocina hay movimientos pendulares y lo que pasó con aquella historia de la cocina tecnoemocional de Adrià es que llegó un momento en el que abundaron los malos imitadores y se produjo la saturación. Además coincidió con el cambio de ciclo económico y ahora las cosas han cambiado. Jugar al Quimicefa ya no está tan bien visto (ríe). Ahora, eso no quiere decir que la alta cocina haya vuelto a ser tradicional. Seguramente apuesta por buscar una mayor naturalidad en la comida y en los platos, pero eso no quiere decir que estemos volviendo al guisote de las abuelas o a la cocina francesa que hacían los restaurantes de alta cocina a principios del siglo XX. Y tampoco significa que toda la técnica depurada en esta fase se haya olvidado, ¿eh? Hay muchas cosas que se han quedado, en ocasiones procedimientos muy básicos que pasan inadvertidos: maneras de tratar el producto para mantener su sabor, la capacidad de presentar los platos, etcétera… Ha habido una cierta resaca, sí, pero muchas novedades incorporadas se mantienen.
Cuando entrevistamos a David de Jorge ironizó con que hace un tiempo te encontrabas con Adrià hasta en la sopa. Lo adujo a «toda esa prensa que agita las palmas y lo recibe montado en su borrico como al de Nazaret en Jerusalén», que él denomina «del régimen, del régimen gastronómico patético». Nos bombardea, dice, con sus genialidades y convierte en «aborrecibles» sus constantes juegos sobre el alambre. ¿Hemos pecado de exceso en la prensa con los grandes autores de la cocina?
Absolutamente. Estoy totalmente de acuerdo. Y en concreto en el caso de Adrià ha llegado hasta la total saturación. De hecho, yo creo que al propio Adrià le ha perjudicado y que ni a él mismo le ha acabado gustando. Esas loas, ese servilismo, esas entrevistas cada seis meses… No se trata de discutir los logros de Adrià, cuidado, que es quien es y ha hecho una revolución alucinante en la alta cocina. Pero la actitud de los medios hacia esto es un coñazo que repite algo que yo viví mucho cuando estaba en la música: lo de ir siempre al más conocido. En España parece que hay solo cinco cocineros, porque son los que salen siempre, y no es justo. Hay talento suficiente en la cocina española como para abrirnos más y hablar de gente nueva que está haciendo cosas distintas y muy interesantes. No es quitarle mérito a los grandes, es de sentido común.
Cuando entrevistamos a Santiago Auserón para nuestro último número en papel criticó la falta de apoyo institucional a la cultura, que contrasta, dijo, con el que sí recibe el deporte. Remató ironizando con que ahora los gobiernos, «según parece, se están decidiendo por la gastronomía».
Pero a mí la apuesta del Estado en gastronomía me parece muy razonable. Es algo que está muy relacionado con el turismo y el turismo es uno de los sectores fundamentales de la economía española, así que lo veo lógico. Y hay que tener en cuenta una cosa: es muy difícil ser el número uno mundial en algo. España ha tenido la inmensa suerte de tener un restaurante en esa posición durante mucho tiempo, el Bulli, y ahora otro, que es el Celler de Can Roca. La proyección internacional que da eso es muy potente y hace que mucha gente venga a España, entre otros motivos, porque cree que va a comer bien. Si lo comparamos con la música, que me perdone Auserón, pero la música española no es una potencia internacional y la gastronomía española sí lo es. Que haya una apuesta por eso es lógico y es sensato, creo yo.
David de Jorge también criticaba el elitismo de la cocina de autor. «Cuando se nos llena la boca de baba y la gastronomía se convierte en la garrocha de unos pocos, dan ganas de enchufarles una manguera de caca de gallina o de liarse a hostias, como en los grabados del pobre Goya, que si levantara la cabeza vestiría de cocineros a muchos de los personajes de sus pinturas negras».
Siento no poder ser tan florido como David de Jorge, pero sí. Ha habido mucho elitismo y mucha tontería en la alta gastronomía española, muy acorde, por cierto, con el momento que se estaba viviendo. Como ha habido tontería en todo, en la gastronomía también. Haber estado en el Bulli o en Arzak se convirtió, de repente, en un símbolo de estatus. Es un rollo patatero que a mí, personalmente, me tira un poco para atrás. Curiosamente, si la trasladas a un contexto tradicional, la alta gastronomía española es relativamente barata. El Celler de Can Roca es el tres estrellas más barato del mundo y es el mejor de todos. Podrían cobrar cuatrocientos euros por cenar y habría gente pagándolo, pero su filosofía es la de mantener el menú en un precio razonable. Yo lo veo en el blog. Sacas un restaurante de treinta euros y ya tengo gente quejándose porque es muy caro.
No eres el único al que le pasa. Cuando hablamos con Hideki Matsuhisa, cocinero del Koy Shunka, nos comentó que en su restaurante percibió que clientes españoles no llevaban bien pagar veinte euros por un plato que lleva solo huevos o verdura, confirmando que aquí no se valora tanto el trabajo o la calidad del producto como sí su precio como materia prima.
Hay comensales que consideran que si no están comiendo un chuletón o un rape de primera no merece la pena. ¿Una verdura? ¿Cómo me vas a cobrar veinte euros por una verdura? Es una cosa muy rancia pero muy frecuente. Consideran ciertos tipos de proteína animal como la cumbre de la cocina y no es así, claro. Yo creo que eso está en decadencia y que hay un público nuevo, quizá más joven, que entiende que hay otro tipo de materiales en la cocina que antes se consideraban innobles pero que, en realidad, te pueden dar más satisfacciones que un solomillo.
Este elitismo parece natural cuando la alta cocina lo era porque los alimentos a los que recurría eran para una minoría, pero ahora lo es por la elaboración y la autoría, no por el producto.
Claro, por eso creo que está cambiando. Hasta hace nada a la alta cocina no le interesaban nada y hoy hay cocineros que están basando su trabajo en esos productos más bien humildes, aunque incluso entre estos materiales hay a veces perlas muy escogidas. Por eso lo del precio es muy relativo. Yo mismo lo veo en mi entorno, porque tengo amigos a quienes no les duele gastarse quinientos euros en un teléfono móvil pero luego quieren ir a cenar bien y se molestan si cuesta más de veinte. Hombre, pues no sé. Un iPhone vale quinientos euros, que a mí me parece una barbaridad, y sin embargo no veo que la gente se queje por el precio desorbitado de esas cosas. A lo mejor diseñarlo cuesta mucho, claro, pero ponte tú a hacer un plato de alta cocina y a ver el trabajo que lleva, las personas a las que implica y el esfuerzo que invierten. Eso cuesta dinero y que lo pague el que quiera, solo faltaba, pero ya está bien de monsergas. ¿Hay restaurantes de alta cocina que son un timo? Evidentemente. Pero como los hay exactamente igual de menú del día. El menú del día de diez euros puede ser una estafa igual, exactamente igual, que el de alta cocina de cien.
Fotografía: Alberto Gamazo
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