El Eiger no es una de las montañas más altas del mundo. Su altura (3970 metros) no llega ni a alcanzar la mitad de las cumbres más altas del planeta. Ni siquiera es la montaña más alta de su macizo: el Jungfrau (4158 m) y el Mönch (4099 m) lo superan en altura. Pero aun así, el Eiger se lleva los apelativos más despectivos. Mientras que Jungfrau significa doncella en alemán y Mönch monje, a la más pequeña de las tres montañas le cayó el nombre de «ogro». La responsable de esta inquina en el reparto de nombres es la pared norte del Eiger, un muro casi vertical de 1800 metros de altura, una de las visiones más aterradoras del alpinismo y el responsable de más de sesenta muertes a lo largo de la historia, ganándose a su vez otra denominación malévola: Mordwand, la pared asesina.
Situado en la idílica región de los Alpes bearneses, una atractiva zona para el turismo, el macizo se erige majestuoso y amenazador. Un bloque de piedra, hielo y nieve impregnando el horizonte de blanco sobre negro en una región por lo demás verde la mayor parte del año. Su aspecto temible pronto lo convertiría en un ansiado trofeo para los alpinistas. El primer ascenso del Eiger fue logrado en 1858 por Charles Barrington junto a dos guías de montaña, pero lo hicieron desde la comparativamente inofensiva cara oeste. Deberían pasar ochenta años más para que alguien lograra un ascenso con éxito de la cara norte.
Los peligros de la Mordwand empiezan a enumerarse por la composición de la roca: quebradiza en extremo, el riesgo de avalanchas de roca es altísimo y creciente. En 2006 hubo un derrumbamiento brutal, de unos 700 000 metros cúbicos de roca, en pleno verano. Por ese motivo, los ascensos veraniegos se han dejado prácticamente de lado para centrarse en invierno, cuando el hielo que se pega a la pared y se mete entre sus rendijas hace las veces de soporte para la roca misma. Pero, al mismo tiempo, los tramos cubiertos por nieve y hielo son los más complicados técnicamente. El siguiente problema es el tamaño de la pared: los 1800 metros de ascenso casi vertical obligan a la mayoría de aspirantes a prolongarlo durante varias jornadas, teniendo que cargar en consecuencia con el peso extra del material para hacer vivac en las laderas de la montaña, más la comida suficiente como para poder abastecerse varios días. Pasar varios días suspendido de la montaña no sería tan grave de no ser por el caprichoso clima local. El riesgo de tormentas azotando la pared norte es demasiado alto y es uno de los principales responsables del alto número de muertes cosechadas por el Eiger. La verticalidad de la pared proporciona muy pocos sitios en los que resguardarse del clima y, lo que es más grave, de las avalanchas.
La ruta clásica del Eiger es una de las más icónicas del alpinismo, y algunos de los tramos de ascenso llevan el nombre de historias que han sucedido en los mismos. Historias dramáticas en ocasiones, e historias heroicas en otras. El que asciende esa ruta revisita las vidas y las muertes de los anteriores aventureros.
El ascenso por la ruta clásica empieza doscientos metros a la derecha del Primer Pilar, un ascenso asequible por un terreno no excesivamente empinado hasta llegar a la Grieta Difícil, donde empiezan las dificultades serias. Es un tramo muy exigente técnicamente, en el que ni siquiera los mejores tienen garantías. Así lo sufrieron Bartolo Sandri y Mario Menti en 1938, dos italianos de apenas veintitrés años de edad que trabajaban en una fábrica de lana y carecían de experiencia sobre hielo. En plena Grieta fueron sorprendidos por una tormenta, y nada se supo de ellos hasta que encontraron sus cuerpos sin vida a los pies del Eiger.
Tras superar la Grieta, llega la Travesía Hinterstoisser, un tramo que se debe recorrer hacia la izquierda. La travesía tiene solo unos cuarenta metros de largo pero que pueden llevar cinco horas en ser recorridos. Este pasaje se cobró un caro peaje en sus descubridores, los alemanes Andreas Hinterstoisser y Toni Kurz, junto a los austríacos Willy Angerer y Edi Rainer. De todos los alpinistas que habían llegado a Grindelwald, la ciudad más cercana, el verano de 1936, eran los únicos que quedaban. Uno había muerto en una escalada de entrenamiento y el resto se habían vuelto a sus respectivos hogares debido a la muy adversa climatología, que hacía inviable un intento. Pero los dos alemanes y los dos austríacos esperaron pacientemente, y finalmente un claro se abrió e iniciaron su ascenso. Por encima de la Grieta Difícil, Hinterstoisser intentó una travesía que nunca había probado nadie antes, un tramo extremadamente difícil pero que, como posteriormente descubrirían, abría la posibilidad de ascender hasta la cima. A pesar de que llegaron hasta los 3300 metros de altura, un desprendimiento de rocas alcanzó a Angerer y tuvieron que iniciar el descenso, pero al llegar de nuevo a la Travesía Hinterstoisser no pudieron seguir al haber recogido la cuerda que usaron para asegurar ese tramo. El tiempo empeoró, dejándolos inmóviles durante dos días, hasta que una avalancha cayó sobre ellos. Hinterstoisser murió al despeñarse y los otros tres se quedaron colgando de una cuerda. Rainer, el de más arriba, moriría asfixiado por el peso de la cuerda que sostenía a sus dos compañeros. Angerer murió al golpearse brutalmente contra el muro en la caída, y solo Kurz, en medio de ambos, siguió con vida. Ese mismo día un equipo de rescate formado por tres guías trató de alcanzarlo pero la brutalidad de la tormenta que azotaba la montaña los obligó a retroceder. Aun así, se acercaron lo suficiente como para poder hablar con él a gritos y conocer lo sucedido a través de sus palabras.
A la mañana siguiente, los tres guías volvieron a por Kurz, que no podía apenas moverse al tener una mano congelada, fruto de la pérdida de un guante. Los guías llegaron a estar cerca pero un saliente imposible de escalar les impedía llegar hasta él. Kurz cortó la cuerda que lo unía a su compañero muerto más abajo y escaló hasta su compañero de arriba para soltarse de él a su vez. Este proceso duró cinco interminables horas, tras las cuales logró hacer rappel con una cuerda que los guías le habían proporcionado uniendo dos cuerdas cortas, hasta llegar a solo unos metros de sus rescatadores, pero entonces el nudo de la cuerda se atascó en su mosquetón. Para llegar hasta ellos debía levantar su propio peso para así liberar la presión del nudo en el mosquetón y permitir que pasara, pero estaba demasiado débil. Durante horas lo intentó, pero al final se rindió: «No puedo continuar» fueron sus últimas palabras. Uno de los rescatadores, desesperado, se subió a los hombros de otro y consiguió tocar sus crampones, pero nada más. Kurz padeció una muerte lenta, y su cuerpo sería posteriormente recuperado por un grupo de escaladores alemanes. Lo más dramático es que el equipo de rescate llevaba una cuerda más larga, pero se les había caído muro abajo y de ahí que tuviera que unir con un nudo dos cuerdas para dárselas a Kurz. El nudo que le costó la vida.
Pasada la Travesía Hinterstoisser está el Nido de Golondrinas, un refugio ideal para hacer vivac, a salvo de las avalanchas. En el año 2000, los escaladores británicos Joe Simpson y Ray Delaney estaban reposando en el Nido mientras sus dos compañeros, el inglés Matthew Hayes y el neozelandés Phillip O’Sullivan, estaban escalando justo por encima de ellos en una pendiente de hielo, cuando uno perdió el equilibrio y arrastró al otro hacia una caída libre de más de seiscientos metros. Simpson escribiría posteriormente: «Pienso en su interminable caída sin fricción, paralizados en sus últimos momentos de conciencia por la completa enormidad de lo que estaba sucediendo… miré hacia abajo y los vi ahí tumbados, enredados en sus cuerdas… no los oímos cuando cayeron. No gritaron».
A la izquierda del Nido está el Primer Nevero, debajo de la Manguera de Hielo, un tramo muy empinado que une con el Segundo Nevero. En este delicado tramo han caído varios escaladores a lo largo de los años, debido al alto número de avalanchas y desprendimientos de rocas.
Lo siguiente es el Vivac de la Muerte. En 1935, dos jóvenes bávaros, Karl Mehringer y Max Sedlmeyer, llegaron con la firme intención de ser los primeros en hacer la Nordwand. Esperaron a que hiciera un buen día y empezaron el ascenso. Pero el tiempo de nuevo empeoraría, las nubes engulleron la montaña y la nieve cayó profusamente, causando frecuentes aludes. Fueron vistos sin embargo dos días después, algo más arriba y a punto de hacer vivac por una quinta vez. Pero después las nubes los volvieron a envolver. Cuando unos días después despejó, fueron vistos muertos a 3300 metros de altura, en el sitio que ahora se conoce como el Vivac de la Muerte.
Encima del descanso del vivac está la Rampa, un cornisa de roca en diagonal que sube hasta la Chimenea, el punto hasta el que llegó Adolf Mayr en 1961, un austriaco de solo veintidós años que quiso ser el primero en escalar el Eiger en solitario. En Grindelwald, los turistas hacían cola para usar los prismáticos que les permitieran ver su progreso. Mayr estaba cavando en una pared de hielo con su piolet cuando perdió pie y cayó desde más de mil metros hasta su muerte.
No pudo llegar a la imponente Travesía de los Dioses, ni al posterior tramo de la Araña Blanca, donde el oscense Ernesto Navarro y el maño Alberto Rabadá vieron el fin de sus días en agosto de 1963. Atrás quedaban los días felices de abrir rutas en el Pirineo y los Picos de Europa, o los espectaculares ascensos a los Mallos de Riglos. Ahorraron para pagarse un billete de ida y vuelta a Suiza del que solo usarían la primera parte. Ilusionados, veían en el muro del Eiger la realización de sus sueños, pero el Ogro los atenazó hasta la muerte. El primero en morir fue Rabadá, que se quedó tumbado sobre la pared, exhausto y congelado. Navarro se quedó junto a él, quizá esperando que se recuperara, o quizá eligiera morir ahí con su compañero, o quizá tampoco él tuviera fuerzas para seguir. Es imposible saberlo, así como saber cuánto tiempo sobrevivió Navarro a su compañero; solo las frías paredes del Eiger fueron testigos de esos momentos finales de sus vidas.
Solo les quedaban por encima las Fisuras de Salida, que dirigen ya por fin hasta la arista de la montaña y de ahí a la cima la dificultad es nula en comparación con la temible Nordwand, escalada por primera vez en 1938 por un grupo austrogermano formado por Anderl Heckmair, Ludwig Vörg, Heinrich Harrer y Fritz Kasparek. Aunque empezaron en principio como dos partidas distintas, decidieron unir fuerzas para tener más opciones de éxito, y así fue: pese a sufrir constantes avalanchas, ascendieron rápidamente, esperando a que cayera una avalancha para lanzarse a escalar antes de que la sucediera la siguiente. En la Araña, sin embargo, una avalancha los alcanzó de lleno, pero consiguieron aferrarse con uñas y dientes a la pared y los cuatro pudieron avanzar sin mayores consecuencias. Harrer describiría así su momento en la cima:
¿Alegría, alivio, triunfo tumultuoso? Nada de eso. Nuestra liberación había llegado demasiado pronto, nuestras mentes y nuestros nervios estaban demasiado nublados, nuestros cuerpos demasiado exhaustos como para permitir cualquier emoción violenta… La tormenta estaba desencadenándose tan fieramente en la cima que no nos podíamos incorporar. Costras de hielo se habían formado alrededor de nuestros ojos, narices y bocas; teníamos que frotárnoslas para poder vernos, hablarnos o incluso respirar. Probablemente parecíamos legendarios monstruos del Ártico… Ese no era lugar para hacer volteretas o dar gritos de alegría y felicidad. Nos dimos un apretón de manos sin decir una sola palabra. De inmediato nos pusimos a descender.
No fue hasta que llegaron a Grindelwald que se dieron cuenta de su hazaña, cuando un niño fue el primero en verlos llegar y enseguida se puso a gritar para alertar al pueblo de su llegada. A su encuentro corrieron amigos llegados desde Viena y Múnich, periodistas, turistas… Se ofrecieron para llevar sus mochilas y les dieron cigarrillos y alcohol. En Berlín fueron tratados como héroes: recibieron medallas y Adolf Hitler en persona les dio la mano, los felicitó y les regaló billetes para un viaje a los fiordos escandinavos.
Desde entonces el Eiger se ha escalado innumerables veces y desde distintas rutas, pero sigue siendo tan peligroso como en aquella terrible expedición de 1936.
El Eiger es sin duda uno de los escenarios montañistas más indeseables del planeta. Y, precisamente por eso, maldita la contradicción, es uno de los más deseables para los alpinistas, esa extraña raza orgullosa y altiva, adicta a los riesgos innecesarios y desagradecida con los suyos, que padecen cada vez que se dirigen a una nueva aventura. Pero hay algo en ellos que responde al desafío que propone la montaña y, lejos de ignorarlo como el resto de mortales, se enfrentan a él, encontrando en esa lucha el significado de su propia existencia, viendo en cada ápice de sufrimiento un escalón más hacia la realización personal. Y uno no puede hacer más que admirar esa determinación, perdonar sus pecados y rendirse a su valentía y pundonor.