La octava temporada de Juego de tronos ha sido como esa fiesta que se prolonga hasta el amanecer y de la que casi todo el mundo ya se ha ido. Nadie se preocupa por que la música sea buena, o por el que suene música siquiera. Hay colillas en las bebidas y es imposible encontrar algo para comer. Los que aún quedan balbucean sin saber muy bien qué hacer y algunos protestan por la repentina decadencia del jolgorio: «¿Por qué esta fiesta ya no es lo que era?». Bueno, llevaba cuatro horas sin ser lo que era, pero no te estabas enterando porque el impulso de la euforia acumulada te lo impedía. Hace cincuenta minutos seguías diciendo que «esta es la mejor fiesta del mundo». Y lo decías cuando los más sensatos estaban ya en su casa, durmiendo confortablemente con el pijama puesto.
«Oiga, pero cómo dice usted, pedazo de imbécil, que todo el mundo se ha ido, si la serie ha tenido mucha audiencia y la gente no deja de hablar de ella». Sí, los espectadores han seguido ahí hasta el final. Pero la presencia de muchos espectadores no determina la calidad de un programa. Quienes se habían ido de la fiesta son las ideas, junto con la inspiración, la coherencia, los diálogos inteligentes y los personajes interesantes. Todo eso había desaparecido. Algunos espectadores solo se han sentido decepcionados en la octava temporada, otros se desencantaron en la séptima, y otros pensamos que Juego de tronos llevaba cuatro temporadas siendo un cadáver andante. Lo digo con pesar y sin ningún ánimo de hacerme el esnob: la he seguido viendo por inercia (o curiosidad, como prefieran) y porque es un producto cultural masivo sobre el que conviene estar al tanto, pero no soy masoquista. Realmente me hubiese gustado ver estas cuatro últimas temporadas con el mismo placer con el que vi las primeras. No me ha sido posible.
He contemplado este desenlace con la cabeza más centrada en el episodio semanal de Chernobyl que en el hecho de quién terminaba reinando en la escombrera de Poniente. Y eso es decir mucho para alguien que, como yo, suele preferir malo conocido. Pero es que el desenlace de Juego de tronos ya no dependía de la lógica. Al final la Khaleesi muere, Cersei también, Jaime también, Tyrion deja el alcohol y las mujeres, Bran es el nuevo rey, Sansa gobierna el Norte, Arya se va a descubrir América, y Jon es enviado más allá del Muro. A estas alturas, después de varias temporadas de flagrante arbitrariedad, todo podría haber concluido con los papeles intercambiados entre esos mismos personajes y yo, por lo menos, no hubiese notado mucho la diferencia. ¿Recuerdan aquel primer año, cuando la decapitación de Ned Stark fue cuidadosamente preparada episodio tras episodio, ante nuestras propias narices y sin que nos diésemos cuenta? Cuando sucedió fue chocante, pero luego mirabas hacia atrás y decías: es verdad, esto no podría haber terminado de otra manera para Ned. Ahora, sin embargo, uno mira hacia atrás y piensa que casi cualquier final era posible porque casi nada estaba bien establecido o preparado.
A quienes queden decepcionados con este desenlace, que son quienes esperaban algo bueno de él, les diré que estaba claro desde hacía mucho tiempo que no había manera de terminar esto bien. Daba igual quién matase a quién, daba igual quién se sentase en el Trono de Hierro, o si fundían el trono para llenar Desembarco del Rey de bocas para mangueras antiincendios. Toda narración es un proceso; por muy bien que empiece, si se desvía del camino durante casi toda su parte media, es imposible llegar bien al final. En ajedrez tienen un concepto llamado zugzwang: una vez el jugador ha cometido ciertos errores, cada nuevo movimiento que haga está condenado a ser malo también. Por mucho que se esfuerce, por mucho que piense, cada nuevo movimiento contribuirá a que pierda la partida porque los errores previos le han impedido disponer de opciones buenas. Un equipo de fútbol puede jugar fatal y arreglarlo con un gol de rebote en el último minuto, pero en el ajedrez eso es imposible, como es imposible en la narración. Una vez se han echado por la borda ciertos principios (coherencia, lógica, etc.), no pueden ser rescatados en el último minuto.
Recuerdo cuando empecé a ver Juego de tronos sin saber muy bien qué esperar. Las primeras temporadas de la serie me parecieron muy, muy buenas. Una serie sin concesiones a la manías del espectador, que describía un mundo medieval inclemente e imprevisible, trasunto de los defectos de nuestro propio mundo. Me enganché. Hacia la cuarta temporada, creo recordar, empecé a notar algunos desconchones aquí y allá, pero nada especialmente grave porque lo normal es que las series empiecen su declive a los tres, cuatro o, en casos excepcionales, cinco años. De hecho, hasta podía decirse que Juego de tronos mantenía el tipo con dignidad en un punto donde otras series ya se habían derrumbado. En algún momento, sin embargo, todo se vino abajo. El cambio fue, para mí, tan repentino y chocante como incomprensible. No era el declive habitual producto del tiempo, sino una especie de metamorfosis completa que me dejó perplejo. No he leído los libros, pero todo esto me ha producido la fuerte sensación de que la magia provenía del señor George R. R. Martin. He visto varias entrevistas suyas y parece ser un tipo con las ideas muy claras. No sé si escribe bien o mal, pero me ha quedado claro que, sin su material literario como fundamento firme de la serie, los showrunners D. B. Weiss y David Benioff no tenían ni puñetera idea de cómo mantener vivo ese universo. Incluso habiéndome enterado de que el propio Martin estaba empezando a desvariar con los argumentos de los libros, hay muchas cosas que debían de provenir de él porque ya no están ahí. Los diálogos y la definición de los personajes. La mala leche. La ironía.
Mucho antes de esta octava temporada que no ha gustado a casi nadie, la decadencia ya era flagrante. Hablo de las últimas cuatro tempoaradas, nada menos. Personajes complejos quedaron reducidos a estereotipos. Los diálogos, hasta entonces repletos de giros sugestivos, se convirtieron en sucesiones de ocurrencias y banalidades. El mejor ejemplo era Tyrion Lannister, que en las primeras temporadas fue uno de los mejores personajes de la ficción audiovisual reciente, interpretado por uno de los mejores actores del mundo, Peter Dinklage. Todos tenemos en mente aquella secuencia en el juicio a Tyrion. Una secuencia que, para mi asombro y alegría, recordó muchísimo al legendario arrebato que Al Pacino rodó en una sola toma y a la primera en la película …And justice for all de 1979 (si no conoce usted la escena de Pacino, ¡no la busque en YouTube! Véala en el contexto de la película, porque le dejará sin aliento). A partir de la quinta temporada, todo el encanto de Tyrion se volatilizó. El más listo de los Lannister quedó como emisor-receptor de chistes olvidables, aunque ahora no me sorprende, dada la insistencia del guion en pretender que Sansa Stark es más lista que él (¿en serio?). El propio Dinklage pareció ser presa de la desidia, aunque sería imposible echarle la culpa, porque había pasado de tener un material excelente con el que trabajar a verse obligado a defender frases estúpidas dichas por un personaje que cada vez pintaba menos en el argumento.
El bajón incluyó a las propias tramas, infladas, sin dirección clara, y, por efecto de las constantes muertes, vaciadas de personajes sustanciales. El cambio fue tan brutal que me parece admirable que intérpretes como Nikolaj Coster-Waldau, Maisie Williams o la gran Lena Headey se hayan esforzado muy visiblemente por mantener el nivel de su trabajo en mitad del declive de sus propios personajes. Me parece muy significativo que el final de Juego de tronos haya estado dominado por algunos de los personajes menos interesantes de estas ocho temporadas, como Jon Snow, Daenerys Targaryen o Sansa Stark. Son personajes que, o bien carecieron de agencia durante buena parte de la serie, o bien estaban en manos de intérpretes mediocres (Kit Harington y Emilia Clarke, os estoy mirando a vosotros). Y ojo, esto no tiene nada que ver con mi simpatía o antipatía hacia esos personajes en concreto. No me quejo si aparece Emilia Clarke en pantalla, ¡para nada!, pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que un minuto de pantalla de Liam Cunningham contiene más oficio que doscientas escenas de ella o del pánfilo de Kit Harington. Y lo peor, son personajes de los que se ha querido hacer una reestructuración para convertirlos en lo que el desenlace necesitaba que fuesen. Y eso incumple una regla bien conocida de la narración: el final de una historia debe ser el resultado coherente de los caracteres de los personajes implicados y de las interacciones lógicas entre ellos. Es mala narración aquella que prefiere cambiar a los personajes solo para hacerlos encajar en un final predeterminado. Los personajes deben evolucionar. No puede ser que Daenerys y Jon Snow se amen profundamente después de un par de polvos. No puede ser que intenten convencernos de que Sansa Stark es más inteligente que Tyrion Lannister. No puede ser que Lord Varys cometa una torpeza como la de proponer una traición a cielo abierto. Hay muchas cosas que no pueden ser. No es que me gusten o me dejen de gustar, es que no tienen sentido.
Mi sensación de que sin George R. R. Martin no había Juego de tronos fue reforzada al saber que algunos de los pocos episodios que yo rescataría de las últimas temporadas partieron de ideas proporcionadas por él. La coherencia artística proviene de visionarios, de gente que tiene determinadas obras en su cabeza. Una obra artística no es una cosa democrática que podemos votar todos. El arte no es, o no debería ser, Operación Triunfo ni Eurovisión. George R. R. Martin tenía ese mundo en la cabeza, los demás no lo teníamos. Sin libros que adaptar, los showrunners han pasado años escuchando a un «fandom» advenedizo, arrasador y de un histérico maniqueísmo. La serie se había convertido en un festival de concesiones hacia un tipo de espectador que busca recompensas emocionales relacionadas con lo que sucede dentro del argumento, y no tanto recompensas estéticas relacionadas con los valores artísticos de la narración en su conjunto. Mucha gente confunde la calidad de una narración con el hecho de que el argumento satisfaga sus simpatías y antipatías hacia ciertos personajes, o aún peor, que satisfaga sus posiciones políticas o sociales (¡intentar convertir una serie de fantasía medieval como referente político y moral! Qué tiempos vivimos). Lo cual explica que, cuanto menos racional era la serie, más audiencia tenía. La jugada ha funcionado comercialmente, ahí están los números para demostrarlo, pero también ha puesto de manifiesto que el «fandom», una vez se ha acostumbrado a ser contentado siempre, no entiende un nuevo matiz por respuesta.
Al final, Weiss y Benioff han recordado súbitamente lo que Juego de tronos fue en un lejano día y han intentado recuperar el impacto retornando (con reservas) a la imprevisibilidad de los inicios. Haciéndolo, como era de esperar, han dejado infelices a quienes confiaban en seguir recibiendo su dosis de fan service, pero también han decepcionado a quienes esperaban una segunda epifanía como aquella decapitación de Ned. El episodio final ha sido flácido, situado en punto intermedio muy poco atractivo, la culminación de años de intentar contentar a todos. Este episodio final ha contenido, eso sí, uno de los grandes momentos de los últimos años de la serie y el mejor de la octava temporada junto a aquel «¡Siempre he tenido los ojos azules!». Hablo de cuando Tyrion Lannister se pone a ordenar sillas en el salón del consejo real, una respuesta neurótica maravillosamente apropiada.
Semejante arbitrariedad ha precipitado, además, una hilarante cascada de análisis insensatos que he leído y escuchado por ahí. Por si no era bastante con que los personajes fuesen manipulados torpemente por las necesidades de un argumento sin rumbo, algunos (o muchos) comentaristas han pretendido que se adaptasen además a su propia idiosincrasia moral o política. Este fenómeno me tiene fascinado. Juego de tronos la han visto millones de personas, incluidos usted y yo, y ninguna de esas personas podía pretender verse reflejada personalmente en el desenlace. Entiendo las simpatías y antipatías hacia personajes concretos, pero insisto en que el juzgar la calidad de una serie según el destino que el argumento reserva a esos personajes es absurdo. Lo importante es que el argumento esté bien estructurado, que la narración cumpla unos criterios que llevan siendo estudiados desde la antigua Grecia y que seguirán siendo estudiados dentro de otros tres mil años, si es que para entonces queda alguien vivo. La identificación personal, emocional, política o moral de un espectador hacia un personaje concreto de ficción no le importa a nadie más. Ni importa a los demás espectadores (por más que las «comunidades» de protestones de Twitter y Facebook se empeñen en que sí), y desde luego no importaba a quienes escribieron el guion pensando no en usted o en mí, sino en un conjunto amorfo conocido como «audiencia», al que se intenta conocer y complacer de manera más bien estadística.
Usted y yo no somos nadie, cuanto antes lo asumamos, mejor. Por poner un ejemplo: a mí me era muy simpático el personaje de Ned Stark. Yo no sabía nada sobre los libros. Sin embargo, cuando le cortaron la cabeza al final de la primera temporada, no me dio por «enfadarme» con los guionistas, ni por decir que el guion era obra de malvados anarcocapitalistas que pretendían lanzar el ofensivo mensaje de que la honradez es castigada y que lo mejor para la supervivencia es ser un hijo de puta. No vi ningún escándalo moral en ese giro de la historia. Era un suceso terrible dentro del contexto de Poniente, sí, pero un suceso magnífico como elemento estructural de la ficción. Era algo poco habitual, como cuando Hitchcock se cargó a Janet Leigh al principio de Psicosis. Simplemente admiré el coraje de matar a Ned, el protagonista, que además era uno de los pocos personajes que destacaba por sus virtudes y no por sus defectos o carencias. También admiré la manera en que ese sorprendente desenlace de temporada había sido narrado: su construcción, los muchos elementos que habían contribuido a la llegada de ese instante. Del argumento de una serie no espero justicia, espero calidad y coherencia. Para la justicia están los tribunales, y hablo de la vida real. Pedirle justicia y moralidad a lo que sucede dentro de la ficción es un claro síntoma de imbecilidad funcional a la hora de relacionarse con el mundo.
La cuestión es que Juego de tronos necesitaba un final y que, después de cuatro temporadas de decisiones inconsistentes por parte de los guionistas, o de los últimos libros, o de ambas cosas, el zugzwang impedía que fuese un final a la altura de los comienzos. Respeto a quien se divierta analizando en detalle la mitología de este desenlace, ya sea para defenderlo o para atacarlo, pero esto es como lo de Star Wars: el daño estaba hecho desde mucho tiempo atrás. Los detalles concretos sobre qué personaje pierde y cuál gana ya no importan tanto como el hecho de que llevamos años asistiendo a la demolición descontrolada de un universo que antaño fue fascinante. No había manera de reconducir lo que estaba hecho pedazos. Después de recurrir una y otra vez a resortes fáciles, a resurrecciones de personajes, a romances que empiezan de la nada, a justificaciones incomprensibles, ¿qué esperanza había de contemplar un final digno de aquellos fantásticos episodios que antaño nos engancharon a esta serie? Ninguna. Vi a Jon Snow en solitario ante un ejército en marcha, un plano pensado para los trailers, y sobreviviendo como cuando Glenn de The Walking Dead se cayó en mitad de una manada de zombis y salió tan campante sin un mísero mordisquito. Cuando una serie recurre a este tipo de trucos no una, sino varias veces, es porque está agonizando artísticamente. De hecho, Juego de tronos ha terminado a tiempo: una temporada más y también el público hubiese empezado a marcharse de la fiesta.
Lo gracioso del asunto es que Disney quiere que Benioff y Weiss realicen una trilogía de películas de Star Wars. Y como la temporada final de Juego de tronos no ha contentado a casi nadie, los ejecutivos de Disney deben de estar haciendo arder sus teléfonos. Ya tenían bastante con capear los efectos del temporal de relaciones públicas provocado por el tontaina de Rian Johnson y del subsiguiente, aunque no necesariamente correlativo, fracaso financiero de la película de Han Solo. Lo bien que les va a Disney con Marvel Studios, y con Lucasfilms parece que les haya mirado un tuerto. En cualquier caso, a favor de ellos está el que Juego de tronos haya sido un hito cultural. Se dice que el desenlace puede haber tenido cerca de mil millones de espectadores; no es descabellado, puesto que era ofrecida al mismo tiempo en ciento cincuenta países, aunque la propia HBO reconoce que es muy complejo conocer las cifras totales, y eso sin tener en cuenta la piratería. Es difícil comparar la popularidad entre series de diferentes épocas, pero es algo histórico. El episodio de serie más visto en los Estados Unidos sigue siendo el final de M*A*S*H, emitido en 1983; el único programa no deportivo que ha entrado en la lista de las veinte emisiones con mayor audiencia de la TV estadounidense. Aquel episodio de M*A*S*H tuvo más de cien millones de espectadores solo en aquel país, aunque en el resto del mundo es difícil saberlo, dado que por entonces no se emitían las series de manera coordinada a nivel internacional. Pero vamos, aunque en su país reunió una audiencia oficial mucho mayor que el final de Juego de tronos, parece imposible que M*A*S*H fuese vista a la vez por tanta gente.
Así pues, Bran termina en el Trono de Hierro, aunque lo primero que ha hecho ha sido marcharse a sus cosas, como Mariano Rajoy. Es curioso que quien era básicamente un «no personaje» haya terminado siendo el personaje más prometedor (en el caso de que la serie hubiera continuado, claro). Quizá se deba al aire ultramundano y místico que le confiere Isaac Hempstead-Wright, que se ha pasado temporadas enteras interpretando a un mueble para, en los últimos episodios, desplegar una hipnótica majestad que amenazaba ya con merendarse al resto del reparto. Yo voto por una futura comedia en plan La extraña pareja donde el rey Brandon y su mano derecha Tyrion intentan ajustar sus respectivas personalidades. Una especie de Frazier medieval, con súbitos planos de Bran apareciendo en mitad del pasillo y mirando hacia un punto fijo, mientras Tyrion, que caminaba distraído ordenando sillas, se pega unos sustos de muerte al encontrárselo. La verdad es que pagaría por ver algo así. ¿Juego de sillas sería un título demasiado obvio?