Arvydas Sabonis dejó el Real Madrid en 1995 y lo dejó, además, como campeón de Europa. El objetivo por fin se cumplía después de quince años de decepciones y para ello hubo que juntar al —probablemente— mejor jugador europeo de la historia con el mejor entrenador contemporáneo, Zeljko Obradovic. Atrás quedaban años traumáticos para el Real Madrid de baloncesto, temporadas en las que tuvo que acostumbrarse a perder, algo insólito en sus primeros cincuenta años de historia, y lidiar además con la tragedia: primero la muerte de Fernando Martín en 1989, luego la de Ignacio Pinedo en 1991, la de Petrovic en la distancia, en 1993, y por último, poco después de firmar con el propio Obradovic en 1994, el fulminante cáncer que acabaría con Mariano Jaquotot, llamado a ser el heredero de Saporta al frente de la sección.
Aquel equipo que ganó al Olympiakos en Zaragoza no era deslumbrante. Sí, estaban Sabonis y Arlauckas, pero el resto eran jugadores bajo sospecha para los medios como Antúnez o Cargol, en franca retirada como Antonio Martín o Biriukov, y secundarios como Lasa, Santos, García Coll, Martín Ferrer… que probablemente no habrían tenido sitio en ninguna gran plantilla europea pero que sabían exactamente lo que tenían que hacer y cuándo hacerlo.
El precio a pagar era un juego poco espectacular, tanto que Pedro Ferrándiz, al hacerse cargo de la sección ese mismo año, afeó el título por la manera de conseguirlo y barajó incluso el cese del entrenador.
Desde entonces, veinte años ya, el Madrid ha pasado por muchas cosas pero sobre todo ha pasado por muchas crisis. Por el club, además de Obradovic, que aguantaría hasta 1997, han desfilado entrenadores como Bozidar Maljkovic, Ettore Messina o Sergio Scariolo y jugadores como el propio Joe Arlauckas, Dejan Bodiroga, Alberto Herreros, Sasha Djordjevic, Louis Bullock, Raül López antes de su lesión de rodilla, Charles Smith, Ante Tomic… Todos ellos fracasaron de una manera o de otra. Por ponerlo en cifras: desde ese mágico 1995 hasta 2011, el Madrid ganó tres ligas, una Recopa y una Copa ULEB. Durante diecinueve años no fue capaz de levantar ni una sola vez la Copa del Rey.
Incapaz de luchar contra los grandes presupuestos europeos, los Kinder, Teamsystem, Olympiakos, Panathinaikos, Efes Pilsen o Maccabi de turno, el Madrid no solo vio cómo el Barcelona se disparaba en el duelo local sino que se las deseó para mantener su estatus ante el Caja Laboral, el Unicaja o el Joventut de los años dorados de Rudy y Ricky. ¿Qué pasó entonces para que un equipo perdedor, en continua crisis, con quince o veinte jugadores por año y aforos medio vacíos volviera a convertirse en un candidato a todo? Muy sencillo, llegó Pablo Laso.
Del páramo de Messina empiezan a salir brotes verdes
Volvamos a junio de 2011, cuando se anuncia su fichaje. El Madrid acaba de disputar su primera Final Four en dieciséis años pero ha sido apalizado sin matices por el Maccabi. Del «superequipo» que había confeccionado Messina con todo el dinero del mundo queda una plantilla cabreada y dispersa a las órdenes del interino Molin. Felipe Reyes tiene un pie en la calle, igual que Sergio Rodríguez, con un acuerdo ya casi cerrado con el Unicaja. Ambos han sido ninguneados por el tándem italiano e incluso atacados públicamente en la prensa por su rendimiento deportivo… y extradeportivo.
Por lo demás, es una plantilla excelente y muestra de ello es que el décimo, undécimo y duodécimo jugador de la rotación son Nikola Mirotic, Mirza Begic y Sergi Vidal. Insuficiente en cualquier caso para derrotar al Bilbao Basket en semifinales de la ACB.
Ese es el Madrid al que llega Laso: un equipo en el que el talento está bajo sospecha —el base titular es el solvente Pablo Prigioni ya superada la treintena— y la moral, por los suelos. Los duelos con el Barcelona son una tortura: derrotas con diferencias por encima de los veinte o incluso de los treinta puntos, un complejo que parece imposible de revertir y que lastra toda posibilidad de pensar en el futuro porque el Barcelona, tarde o temprano, acaba cruzándose en todas las competiciones. Sin dinero para revoluciones y con el convencimiento de que los buenos ya están en el club, Pablo Laso hace una apuesta insólita: decide dejarlo todo más o menos como está.
Se puede decir que el entrenador vitoriano tiene poco que perder, pero eso no quiere decir nada: Joan Plaza tenía poco que perder y de hecho ganó bastante pero se acabó peleando con toda la prensa y parte del público, Javier Imbroda tenía poco que perder y no metió al equipo siquiera en play-offs… Fichar a un entrenador español y sin apenas experiencia parece un suicidio que asumen entre Juan Carlos Sánchez y Alberto Herreros. La prensa afila los cuchillos y aún más cuando no llega ningún fichaje «ilusionante», ningún Papadopoulos que luego dure diez partidos, ningún Tanoka Beard que deslumbre solo contra los candidatos al descenso.
Laso toma pocas decisiones pero claves: de entrada, el equipo va a jugar bien al baloncesto. Eso parece fácil pero no lo es y menos bajo tanta presión y tantos complejos. Para ello, es imprescindible recuperar al «Chacho» Rodríguez, desahuciado a sus veinticinco años después de una agridulce experiencia en la NBA y un primer año en Madrid con pocas oportunidades, y jugársela con Sergi Llull, un jugador algo alocado y al que los entrenadores suelen colocar de escolta por miedo a que los partidos se descontrolen si él dirige el juego.
El tiempo cambiará esa percepción, pero la idea, en 2011, es casi suicida: Llull y Rodríguez de bases cuando lo que triunfa en el continente es el Ricky-Sada de turno.
El juego exterior lo completará con dos anotadores —Carroll, proveniente del Gran Canaria, y Kyle Singler, un universitario— y dos defensores —Pocius, suplente de la selección lituana y Carlos Suárez, otro tipo bajo el foco de la duda constante—. Por dentro, responsabilidad total para Mirotic, bien complementado por dos torres como Begic y Tomic y un luchador como Felipe Reyes, cuyos galones son reinstaurados de inmediato. Velickovic está, pero no rinde.
Con ese equipo, un buen equipo pero por el que nadie habría apostado un duro al inicio de la temporada, no mejor al menos que muchas plantillas anteriores, Laso gana la Copa por primera vez en diecinueve años y la gana en el Sant Jordi, ante el Barcelona, y con comodidad. Rompe el gafe de las semifinales y se queda a un triple de Marcelinho Huertas desde el medio del campo de ganar la liga y conseguir el tercer doblete del Madrid en casi treinta años. No solo eso, sino que el equipo juega de maravilla, llena el campo e ilusiona como pocos. La reacción de los críticos no se hace esperar: «Son blandos, en Europa se los comen, así no se puede competir al baloncesto».
Laso, sin embargo, dobla la apuesta.
Tocado por Spanoulis…
Su segundo año presenta algunas novedades importantes: Tremell Darden viene para complementar al estancado Carlos Suárez y Dontaye Draper aparece como base defensor para momentos puntuales, normalmente al inicio del tercer cuarto. No son dos estrellas, sino complementos, pero la cosa funciona. Ante Tomic se va al Barcelona y a cambio llegan Marcus Slaughter, del descendido Valladolid, y Rafa Hettsheimeir, una torre que ha rendido bien en el CAI de Zaragoza.
Coincidirán conmigo en que no estamos hablando de un equipo de ensueño salvo por la incorporación de Rudy Fernández. Rudy es un excelente jugador, durante años dominador de la posición de alero en el ámbito de selecciones cuando ni siquiera es un alero sino un escolta. Ahora bien, el Rudy Fernández que llega a Madrid en 2012, tras cuatro años casi perdidos en la NBA, es un Rudy muy tocado físicamente, con serios problemas de hombro y de espalda y con la moral dañada de tanto McMillan obligándole a colocarse en una esquina a tirar triples como si no supiera hacer otra cosa.
El equipo pinta bien pero su rendimiento vuelve a superar la expectativa: pese a caer en cuartos de final de la copa después de dos prórrogas, el Real Madrid gana la liga en cinco partidos frente al Barcelona y vuelve a derrotar al club catalán en las semifinales de la Final Four para clasificarse para su primera final de Euroliga en dieciocho años… la segunda en veintiocho. A mucha gente le parece lo normal, pero dos años atrás aquello hubiera sido un milagro y la plantilla, ya hemos visto, no ha cambiado tanto, más allá de los saltos de gigante que pega Mirotic casi cada mes y el citado fichaje de Rudy.
En la final espera el Olympiakos, que tampoco es un equipo con grandes nombres al margen de Spanoulis, junto a Navarro el gran escolta europeo del siglo XXI. La prensa y los aficionados se ven campeones de Europa y mucho más cuando el primer cuarto termina con una diferencia a favor de diecisiete puntos (10-27). El problema es que Olympiakos no es una banda sino el vigente campeón de Europa, coronado además en circunstancias parecidas, es decir, remontando una desventaja de veinte puntos a ese equipazo descomunal que era el CSKA de Moscú. El mismo CSKA al que han derrotado en semifinales apenas dos días antes cuando todos daban campeones a los rusos.
Al igual que el Madrid, el Olympiakos es un equipo con más complementos que estrellas: Acy Law, Pero Antic, Kostas Papanikolau, Josh Powell… todos ellos han sido o serán jugadores NBA con roles limitados. Shermadini, Sloukas, Printezis, Perperoglou… son jugadores de prestigio en Europa y por encima de ellos Hines y Spanoulis, especialmente el segundo, quedan como los encargados de ir reduciendo punto a punto la diferencia madridista, dejarla casi en nada al descanso y acometer el sorpasso iniciado el tercer cuarto para no abandonar ya jamás la iniciativa, anotando noventa puntos en tres cuartos, una cifra inaceptable.
La derrota es dura, pero llevadera: queda mucho camino por recorrer y la dirección parece la correcta. Por supuesto, los críticos insisten en el «sí, pero no ganan», obviando que el Madrid ya llevaba muchísimos años sin ganar, con entrenadores de perfil alto y bajo, grandes estrellas y humildes fajadores… pero lo que nunca había hecho desde casi los primeros ochenta era jugar tan bien a este deporte.
… Hundido por Tyrece Rice
El principio de la temporada 2013/14 supone la culminación de un proyecto y de una histeria colectiva: hasta bien entrado enero, el Madrid no pierde ni un partido y lo hace en cancha del todopoderoso CSKA. Por el camino quedan más de treinta victorias en partidos oficiales, una Copa del Rey agónica con canasta de Llull en el último segundo y la discusión absurda de si el equipo podría no solo jugar sino competir de tú a tú en la NBA.
Se crea la ilusión de que es una plantilla impresionante tan solo porque juega impresionantemente bien. Si se mira jugador a jugador, tenemos un poco lo de los años anteriores: dos estrellas marcadas, como Rudy y Mirotic, uno en ligero declive, el otro a punto de explotar, y una larguísima retahíla de grandes jugadores como Rodríguez, Llull, Draper, Darden, Slaughter, Reyes, Díez o Carroll, que parecen estrellas precisamente por la confianza ciega que el entrenador les concede.
Llegan además dos fichajes interesantes: Ioannis Bouroussis, lejos quizá de su mejor momento, pero aún muy válido en defensa y rebote, con su clásico tiro de lejos a pies parados, y Salah Mejri, un intimidador tunecino que dispondrá de pocos pero espectaculares minutos. Es una muy buena plantilla pero, analizando cada jugador, no está por encima de las de CSKA, Fenerbahce, Barcelona o el propio Olympiakos. Sin embargo, queda el baloncesto por encima de todo, y esa plantilla con sus limitaciones enamora a todos los aficionados, los propios y los ajenos. Ver el partido del Madrid se convierte en una cita obligada del fin de semana porque sabes que lo vas a disfrutar. El Palacio se llena cada jornada, el socio madridista se siente por primera vez en mucho tiempo observado, orgulloso de su equipo, referencia del baloncesto europeo…
Y así sigue la temporada, imperial, hasta que la relación entre Mirotic y Laso se mustia, sin que se sepa bien por qué, y Rudy vuelve a sus problemas con las articulaciones y la espalda. Todo ello no impide al Madrid vengarse de Olympiakos en cinco duros partidos y clasificarse de nuevo para la Final Four. Allí espera el Barcelona de Xavi Pascual. Lo lógico es que el partido sea tenso e igualado hasta el final, como en Málaga. Es lo lógico, digo, porque el Barcelona tiene un equipazo: Huertas, Navarro, Papanikolau, Tomic, Lorbek, Nachbar… más los prometedores Abrines, Hezonja o Todorovic y los curtidos Pullen, Dorsey, Oleson o Sada. Como ven, no falta de nada.
El partido es una masacre. Histórico. La mayor diferencia en veintiséis años de Final Fours: al descanso la ventaja es de solo ocho puntos pero acaba en treinta y ocho (62-100) con veintiún puntos de Sergio Rodríguez y diecinueve de Niko Mirotic. El Madrid está a un paso de cumplir el sueño de los últimos veinte años y enfrente no tiene al CSKA, que ha vuelto a perder por sorpresa en semifinales, sino al Maccabi de David Blatt, un Maccabi correoso, ordenado, lleno de jugadores atléticos y rápidos que apenas dicen nada al aficionado de medio pelo más allá del enorme Schortsianitis. La novena ya está aquí, piensa todo el mundo. Como si las finales no hubiera que jugarlas.
Y la historia se repite. Los triples entran uno tras otro, el Madrid domina el rebote y las primeras ventajas rondan los diez puntos, invitando a la celebración. Enfrente, ya digo, nombres poco conocidos para el aficionado medio, casi todos de apellido americano: Devin Smith, Ricky Hickman, Alex Tyus… Con quien nadie cuenta es con Tyrese Rice, un base de altibajos que sale desde el banquillo y deja claro desde el principio que no se va a rendir. En general, lo que distingue al Maccabi del Madrid en ese partido es que los israelíes no tienen miedo y llevan su plan hasta las últimas consecuencias. El Madrid no puede decir lo mismo: Mirotic está ausente, igual que Llull, y Rudy Fernández anda demasiado descentrado por sus molestias en un dedo que limitan su rendimiento.
Aparte, el Maccabi tiene a David Blatt en el banquillo. Blatt no es Laso. Blatt no aguantaría ni diez partidos en el Real Madrid, con la afición y los jugadores clamando contra su férrea disciplina, pero es el entrenador ideal para equipos medios que se convierten en grandes a poco que se aprovechen sus cualidades. Blatt ya lo demostró en Rusia, ganando un Eurobasket a la mismísima selección española y en su propia casa y, por si hay dudas, acabará entrenando a los Cleveland Cavaliers de LeBron James, Kyrie Irving y Kevin Love.
Sergio Rodríguez lo intenta todo pero no basta. El Madrid fuerza una prórroga que ya parece un regalo pero en ese tiempo suplementario se viene completamente abajo (98-86). Dos finales europeas consecutivas disputadas y 198 puntos encajados entre ambas.
La prensa hace sangre. Laso es un perdedor. Laso no sabe leer los partidos. Laso tiene los días contados… Mirotic tampoco se corta un pelo: anuncia su marcha a la NBA, desaparece de facto de los play-offs de la liga, que acaba en manos del Barcelona, y en su despedida pública agradece a todos y cada uno de sus compañeros y técnicos el tiempo pasado juntos dejando aparte a Pablo, un gesto francamente feo. En los tiempos muertos se palpa la falta de conexión entre jugadores y entrenador, que habla y habla mientras nadie parece escucharle.
La temporada para Laso acaba en silla de ruedas, expulsado tras una técnica descalificante en el Palau Blaugrana. A los pocos días, se anuncia la no renovación del contrato de sus ayudantes. Sus sustitutos los elegirá el club. Todos coinciden en que el vitoriano es un muerto viviente.
La última resurrección de Pablo Laso
Y sin embargo, pese a la baja de Mirotic, pese a los problemas físicos de Rudy, pese al bajón evidente de Sergio Rodríguez tras la decepción de su paso por la selección en la Copa del Mundo, el Madrid de Laso se reinventa. ¿Falta competitividad? Pues ahí están Nocioni, Maciulis y Ayón, tres tíos a los que los partidos no hay que ganárselos, hay que arrancárselos con los dientes. No son brillantes, no enamoran con su juego, nadie fantasea con verlos en un Dream Team que llegue incluso a la NBA… pero si vas a ir a la guerra, mejor que cuentes con ellos.
El primer torneo de la temporada —o el último de la pretemporada, como prefieran— acaba con victoria contundente ante el Barcelona. Al juego interior de los de Pascual —Tomic, Doellman, Nachbar, Lampe y Pleiss—, el Madrid opone a Felipe Reyes como gran referencia, a sus casi treinta y cinco años, y su colección de guerreros. Los guerreros triunfan. Durante los primeros partidos de liga, las dudas y la zozobra se mantienen. Primero la crítica era que no ganaban; luego, que no ganaban todo, ahora parece ser que ganar no vale, además hay que ofrecer un show constante.
Llega la Copa del Rey un año más y el Madrid va poco a poco: un tirón contra el CAI de Zaragoza le vale en cuartos, un arreón en el tercer cuarto contra el Joventut le mete en la final… y en la final, compite. Compite como no lo hace el Barcelona y acaba ganando con más comodidad que el año anterior. La tercera Copa del Rey en cuatro años, a sumar a la liga de 2013 y las dos finales europeas. Para darle más valor a este dato, hay que tener en cuenta un detalle sobre el rival: en los últimos dos años y medio, el Barcelona solo ha perdido por eliminación directa contra el Madrid. Tres Supercopas —torneos muy menores— pero también una liga, tres copas y dos Final Fours. Nadie más le ha metido mano al equipo de Pascual precisamente porque es un equipazo.
De repente, Laso está vivo. O eso parece, porque hay a quien todo esto le parece normal. Lo mínimo, vaya. Coges un club arrasado, con un montón de jugadores desmotivados, lleno de complejos, que lleva veinte años sin pisar una mísera final de Euroliga y lo conviertes en la referencia del baloncesto FIBA, compitiendo con todos y compitiendo bien aunque a veces pierdas. Porque en el baloncesto se pierde y el Madrid se había acostumbrado a perder mucho. Los cuatro títulos oficiales de Laso —no cuento pachangas veraniegas— lo convierten en el tercer entrenador más laureado de la historia del Real Madrid detrás de Lolo Sainz y Pedro Ferrándiz.
Queda todavía media temporada por delante, con dos títulos, los más importantes, en juego, incluida una Final Four en casa donde Laso probablemente se juegue los cuartos. Los resultados podrán ser buenos o malos, pero el trabajo de cuatro años está ahí: el Madrid venía de donde venía y está donde está. Con una gran plantilla, por supuesto, como siempre, o como casi siempre. El Madrid siempre ha tenido los jugadores, el dinero y el talento. Lo que ha faltado es alguien que lo gestionara y apostara por él y no lo echara por la ventana tras la primera temporada de nerviosismo.
Ese hombre ha sido Laso. Y por encima de Laso, por supuesto, Alberto Herreros. Puedo entender la frustración del aficionado que se vio dos veces campeón de Europa y acabó lamentando subcampeonatos. Recuerden cuando, casi con la misma plantilla, el rival era el Bilbao Basket y el límite eterno los cuartos de final o el Top 16. Las palizas contra el Barça partido sí y partido también.
Como dice Frank Underwood en House of Cards para transformar un «no» en un «sí» hay que pasar por el «quizás». Lo aconsejable es no ponerse histérico mientras dure la espera.