La última vez que fui a misa, el sacerdote (un hombre joven y orondo), antes de dar la comunión, estuvo un rato agitando la hostia por los aires. Mientras, decía: «Este es Jesucristo, el Señor, nuestro amigo, que murió por nosotros y ahora vamos a recibirlo». La verdad es que, si yo fuera el Único-Dios-Verdadero, no me dejaría zarandear así.
Es fácil pasarse de frenada. Después del Vaticano II, la Iglesia católica hizo bastantes esfuerzos por parecer cercana a su feligresía. Se acabaron los latines, los sacerdotes se giraron, se simplificaron los gestos de la liturgia, los hábitos y las sotanas acabaron en los roperos, el gregoriano y el órgano fueron sustituidos por músicas populares y por guitarras. El empeño fue real: se promulgaron cuatro constituciones dogmáticas para que se viese que la cosa iba en serio. Pero con estos cambios (¡no se engañe!), la Iglesia no renunciaba a ser la única intermediaria entre el Dios verdadero y los hombres, fuera de la cual no hay salvación («extra ecclesiam nulla salus»). Entonces, ¿cómo terminó esta bienintencionada puesta al día con sacerdotes sacudiendo violentamente el cuerpo sacramentado de su salvador mientras te dicen que es tu amigo?
En el origen de todas las religiones está el encuentro con lo misterioso. Por culpa de los ufólogos, paranormanólogos y otra gente fantasiosa, el misterio se ha convertido en una cosa hortera. Procuremos salir de este barrizal. Dice Otto, en Lo santo, que si alguien que no sabe relojería se encuentra con un reloj descacharrado no dirá que tiene delante un misterio, sino un problema. Pero sí lo dirá ante una zarza que arde sin consumirse. Lo que diferencia el primer enigma y el segundo es que uno, el problema, puede ser asumido por las facultades del pensamiento, mientras que el otro no. Dicho de otro modo, se puede aprender relojería, pero no se puede conocer enteramente a Dios (porque una mente finita no es capaz de conocer a una mente infinita).
Las religiones permiten a los hombres tratar con los dioses. Los hechiceros saben cuál es el terreno que consagrar para establecer el poblado, los adivinos preguntan si es conveniente ir a la guerra, los presbíteros administran los sacramentos en su nombre. Estas acciones (y muchas otras) no se pueden hacer de cualquier manera. Las divinidades tienen por costumbre indicar exactamente cómo les gustan los sacrificios, las oraciones o los templos. A diferencia de los magos, los sacerdotes no actúan por su propio poder, sino por el poder de otro. Por esto, las religiones tienen la liturgia codificada, de modo que cada ritual se ejecute exactamente de modo que agrade al dios, que es quien lo ha establecido y a quien se dirige. Pero no basta simplemente con ejecutar virtuosamente una serie de movimientos. La liturgia pretende hacer creíble un hecho extraordinario, como que un trozo de pan pueda ser el cuerpo de Dios. Esto es tan complicado como parece, y se logra mediante un intrincado proceso que involucra gestos, espacio, luz, música, vestimentas y palabras.
Paul Claudel se convirtió al catolicismo al quedar impresionado, en Notre Dame, por la liturgia de Navidad. Dudo que el cura este que agita los sacramentos tenga el mismo efecto. Pero la patetización de la liturgia (coros que cantan canciones de Amaral, curas que dicen misa en camisa de cuadros, bautizos hechos como quien riega las plantas del balcón) es solo uno de los síntomas de algo que podríamos llamar la domesticación de Dios.
Los rituales religiosos marcan distancia: allí está operando el sacerdote, aquí estamos nosotros. Lo sagrado es siempre reservado, porque se da en un espacio y un tiempo privilegiados. Dios, si es que existe, es lo radicalmente otro, y no podemos establecer nexos con él. Lo que desea la persona religiosa es estar en el lugar santo, en el ámbito de lo sagrado, que, de seguro, es un espacio de sobrecogimiento y de temor (el rito de consagración de las iglesias comienza con una cita del Génesis: Terribilis est locus iste. «Cuán terrible es este lugar. No es otra cosa que la casa de Dios, la puerta del cielo»). Vale, puede que tu Dios se haya encarnado y haya muerto por tus pecados, pero seguro que no es tu amigo. No, porque la amistad es una relación entre iguales, y es evidente que tú, criaturita miserable, no estás en el mismo escalón del ser infinito y eterno, creador de todas las cosas. Dios tampoco te quiere como te quiere tu madre, tu novio o tu hermana. Lo que sea el «amor de Dios» no puede ser parecido a eso. (Este es el problema de hablar de Dios, que siempre se habla impropiamente). ¿Te puede ayudar? Dios no te puede curar, no te puede echar una mano para que apruebes una oposición, ni puede hacer que ese avión en el que vas no se estrelle, porque si Dios existe, existe desde lo eterno, y todo lo que ha de ocurrir, ha ocurrido ya para él. Y si las cosas suceden, suceden según sus leyes, y Dios (ese Dios eterno, infinito, omnisciente, omnipotente) no puede cambiar de opinión, porque él conoce todas las causas y ha establecido ya el orden del mundo. No se replantea nada, porque no hay nada nuevo para él. No puede arrepentirse, porque ha considerado todo desde antes de que existiera el tiempo.
Edulcorar la imagen del Dios distante (¿podría ser de otro modo?) solo conduce a la frustración. Predicar un dios humanizado, que se preocupa por ti, que está ahí como un buen amigote, para que lo llames cuando estés deprimido, hace a ese dios increíble. El Jesucristo colega de Dogma. Supongo que esta fe es menos reconfortante. Pero, de existir, la única opción razonable para acercase a la divinidad es a través de la liturgia, observando con veneración y miedo (¿qué otra cosa se puede sentir delante de Dios?) los sacrificios y ofrendas que se ejecutan según esas disposiciones misteriosas, que permiten, por un rato, una presencia de lo santo a la que uno se puede asomar. Esto acaba con las romerías y esas cancioncitas tan divertidas de «la misa es una fiesta divertida, la misa es una fiesta con Jesús». Lo lamento.
El papa cretino de la serie de Sorrentino quería permanecer oculto por una estrategia de mercadotecnia. El papa Francisco te habla de Dios Altísimo como si fuera tu abuelo: te cuenta historietas, te dice que no le gusta que chismorrees, que hay que querer a la Virgen como a una madre. No da bendiciones para no ofender. Pio XIII se pone todos los trapos que encuentra, aunque no tenga mucha idea de para qué sirve una capa pluvial. Fuma al borde de la piscina, con el saturno (ese sobrero redondo) tapándole el sol. Francisco no quiere ornamentos, para parecer cercano. Ambos son, cada uno en su extremo, personajes inverosímiles. Representantes de un dios de andar por casa.