Podéis reíros si queréis, pero una buena corrida (de toros, me refiero, no seamos mal pensados), es muy importante para la paz social. Sí, sí, con lo del toro de Tordesillas lo volvió a decir alguno, pero nada, la gente se lo toma a cachondeo. Claro, como ahora está el fútbol. Sí, el fútbol es muy importante para la paz social, pero hemos venido aquí a hablar de curas, en concreto de curas quemados, quemados dentro de sus iglesias y conventos o quemados en las plazas de sus propios pueblos, al modo tradicional, y para hablar de curas quemados hay que hablar de toros… Qué curioso, no. Pues leamos esto…
El día de Sant Jaume
De l´any trenta cinc,
Va haver-hi bullanga
Dintre del turín.
Van sortir sis toros,
I tots van ser dolents,
I aixo va ser la causa,
De la cremà de convents.
Lo que más me gusta es el final de la canción, una canción popular catalana. La rima es muy fácil, pero es demoledora: tan demoledora como la simplicidad feroz de la historia: había corrida en Barcelona. Salieron seis toros, y los seis eran malos… ¿Y qué pasó?… Manuel Delgado, profesor de antropología religiosa en la universidad de Barcelona, nos transcribe en su libro La ira sagrada. Anticlericalismo, iconoclastia y antirritualismo en la España contemporánea, una crónica detallada de lo sucedido:
A primera vista parecerá absurdo el motivo y la reacción airada y sangrienta de las turbas: estas salían de los toros aquel sábado día 25 de julio, fiesta de San Jaime. Se lidiaron seis toros de la ganadería de don Fausto Joaquín Falduendo de Camporroso, Navarra, que resultaron absolutamente mansos. El público perdió los estribos y la vergüenza. En el último toro del festejo se lanzó al ruedo, lo mató a garrotazos, destrozó la plaza y sacó al animal a rastras por las calles. Después arrastraría los cadáveres de los frailes, mientras se alzaban las hogueras de los conventos en la noche barcelonesa.
¿Pero cómo pudo pasar eso? ¿Por qué la gente, una vez muerto el último toro, y destrozada la plaza, se dedicó a seguir matando y destrozando cosas, en este caso curas e iglesias y conventos? Bueno, pues evidentemente estaban muy enfadados. Si lo piensas bien hay que estar muy enfadado para saltar al ruedo y matar a un toro a garrotazos, aunque sea un toro manso. Y evidentemente sabían bien a quién o contra quién tenían que dirigir su rabia. ¿Contra los señoritos de la capital?, ¿contra los patronos que los explotaban?, ¿contra los rivales políticos (los carlistas, los liberales, los políticos de Madrid…)?, ¿contra los enemigos del país (estamos en la Primera Guerra Carlista, acabamos de perder la gran mayoría de las colonias americanas)?, ¿contra el ganadero que tenía unos toros tan malos?, ¿contra el torero que no había sabido azuzar al toro?, ¿contra el empresario que había montado la corrida? No, nada de eso. La culpa la tenían los curas, desde luego, los curas y las monjas de Barcelona. ¿Y el motivo? Bueno, el motivo es siempre lo de menos. En Madrid, un año antes, la excusa era que los frailes envenenaban las fuentes para propagar el cólera. Aquí no se comieron tanto la cabeza. Los toros son una porquería, pues vamos a quemar iglesias y a matar a quien pillemos dentro. Todo muy lógico.
Pues sí, todo tiene, en el fondo, su causa. Aunque a veces se necesite todo un libro para tratar de encontrarla.
Todo el comportamiento de las masas anticlericales recordaba las fuentes que la inspiraban, y no hacían otra cosa, en última instancia, que llevar a sus más radicales consecuencias una tendencia contrarritual ya fuertemente presente en las mismas prácticas del propio sistema de ritualización institucional, articulador de un discurso que incorporaba sus propias negaciones.
¿Está claro, no? Sí, Manuel Delgado lo dice así porque es profesor de universidad y eso le obliga a ciertos «oscurecimientos» (como decía Eugeni d´Ors), pero luego tiene un súbito ataque de piedad y decide iluminarlo un poco:
Esta ritualidad obsesiva y astringente exige, para resultar sobrellevable, ser constantemente aliviada con contrapesos rituales, incluidos dentro de la propia normalidad del ciclo cultural público, en los que las personas puedan expresar una disidencia o un malestar siempre en peligro de explosión.
Vamos, que es como la olla a presión, o dejas escapar un poco de gas o todo se va a hacer puñetas… Y pese a todo a veces hay accidentes.
¿Pero por qué a los españoles nos dio, a partir de 1820, por quemar iglesias y degollar curas, con lo católicos que somos? Pues a lo mejor por eso mismo. Porque como dijo Agustín de Foxá: «En España se va siempre detrás de los curas: o con un cirio o con un palo»; porque como decía Dalí, el anticlericalismo español se debía a que «España era el pueblo que tenía más fe. A un pueblo ateo no se le ocurre preocuparse por estas cuestiones. También el pueblo español es el que más blasfema, y el que levanta las más suntuosas catedrales y las quema luego».
Pero dejemos de lado todas esas explicaciones psicológicas, sociológicas y antropológicas. Al hablar de las quemas de conventos y matanzas de curas del siglo XIX y XX hay un tema que se suele pasar por alto. Se habla de «turba sangrienta y vulgar», de «actos irracionales», de «explosiones de furia súbita e impredecible», pero se suelen olvidar dos cuestiones que yo creo que conviene recordar.
La ira del pueblo se suele cebar con la Iglesia, no ataca a otras instituciones, no afecta a otros posibles destinatarios de ese rencor. Por ejemplo, en la Semana Trágica de Barcelona de 1909, el motivo del levantamiento popular fue la guerra de Marruecos y el reclutamiento forzoso. Pero no se atacaron los cuarteles, no se atacó al ejército, ni siquiera a los edificios públicos (el Gobierno Civil, por ejemplo). Tampoco se atacaron las casas de los burgueses y ricos. Ni se incendiaron y destruyeron fábricas. Se acusó, como siempre, a los anarquistas y a los comunistas, pero lo cierto es que, generalmente, los burgueses pudieron dormir tranquilos mientras veían arder las iglesias. Y eso da que pensar. Y ya lo pensaron los mismos anarquistas y comunistas: «Excitar al proletario para que dirija su actividad y su energía contra los clericales antes que contra los patronos es el error más grande de que pueden ser víctimas los que aspiran a terminar con la explotación humana», declaró el fundador del PSOE, Pablo Iglesias, en 1902. Cuando se produce la oleada incendiaria de la Segunda República, el periódico La voz acusa a los monárquicos de ser los autores de estos incendios, para utilizarlos después como arma política y propagandística contra la República. Y sí, esto es lo que pasa siempre. Que unos acusan a los otros y los otros les devuelven la acusación, y nadie quiere ser el responsable.
Manuel Delgado recoge testimonios de personas que fueron testigos de los hechos y que, de ser ciertos, no dejan lugar a dudas: «No fueron los rojos, fueron las gentes de derechas». Esa frase se repite las suficientes veces como para que uno pueda pensar que tal vez se deba tener en cuenta, al menos como una posible vía de investigación. Porque lo cierto es que alguien ganaba desviando la furia del pueblo hacia la Iglesia, y alguien ganaba acusando de los desmanes, las destrucciones, los sacrilegios, los asesinatos, a las fuerzas de izquierda. ¿Qué pasó después de la quema de conventos e iglesias de 1834-1835? La exclaustración de frailes y la desamortización de Mendizábal. ¿Y quién fue quien más ganó con la pérdida de tierras de la Iglesia y la disolución de las órdenes religiosas? La burguesía, cómo no, la burguesía que se quedó con todo lo que quiso. En un momento en el que la iIglesia podía ser acusada de reaccionaria (las guerras carlistas), en el que la nobleza estaba fuera de combate y en el que el proletario era un enemigo aún muy débil, la burguesía supo sacar mucho rendimiento a la pérdida de poder y de riquezas de la Iglesia. «Se ve que solo queman conventos», dice uno de los protagonistas de un cuento de Josep Carner. Pues sí, casi siempre era así, unos cuantos conventos quemados, algunos curas muertos y unas cuantas momias de monjas expuestas en la calle (ese detalle nunca falta: una quema de conventos sin una profanación de tumbas pierde interés). Y al día siguiente cada uno a lo suyo. Hay alguna quema y destrucción de fábricas, como el incendio de la fábrica Bonaplata en 1835, pero son hechos muy puntuales, ni comparación con la gran cantidad de edificios religiosos quemados, por no hablar de pérdidas de vidas humanas. Por otro lado, no vemos nada parecido a lo que pasó en Nueva York en 1863. Allí se saquearon y quemaron los barrios elegantes. Aquí no.
El otro hecho que llama la atención en las destrucciones de iglesias es precisamente el saqueo, o mejor dicho… la falta de saqueo. No se roba nada. Simplemente se destruye. Y no solo se podían robar obras de arte, o viejos libros guardados en las bibliotecas y capillas, cosas que tal vez no se podían vender bien o cuyo valor no se conocía. En las iglesias, en los conventos, en los colegios religiosos (que también se quemaron, incluso a veces sin casi dar tiempo de salir a los alumnos que estaban dentro), existían toda una serie de objetos cuyo valor era bien conocido y apreciado. Pero todo era quemado sin distinción, lo mismo daba que pudiera ser útil o pudiera ser vendido después. Todo debía ser «purificado». Todo era destruido en una especie de ritual que tenía mucho que ver con los rituales religiosos, porque, y aquí volvemos otra vez a la antropología, como resume Manuel Delgado: «La violencia antirreligiosa era idéntica y simétrica a la violencia religiosa». ¡Qué cosas!
Pero tampoco es tan raro. A los curas y monjas españolas del siglo XX se los acusa de los mismo que se acusaba a los judíos en la Edad Media. Y se los mata igual. Y también, qué vueltas que da la historia, también se los mata igual que ellos mataban en sus tiempos a los herejes: con el fuego purificador. Aunque tal vez convenga decir una cosa: es cierto que existían tribunales eclesiásticos que condenaban a la hoguera, pero también lo hacían los tribunales civiles. Y estos actos públicos tenían un gran éxito. Lo mismo que todas las demás clases de ejecución. Y lo han tenido hasta hace poco. Preston cuenta que en la Guerra Civil los fusilamientos de republicanos en Valladolid se hicieron tan populares que las autoridades nacionales se molestaron porque la zona de ejecución se llenaba de familias enteras, con hijos incluidos, que venían a ver el espectáculo y, de paso, a comerse unos churros en los chiringuitos que se habían montado. Sí, eso mismo, como si fuera ir a pasear a la feria.
«Este Cristo español no resucita», decía Unamuno. Bueno, quizá lo que nos gusta es la sangre, el dolor, el tormento. Y la Iglesia, con toda su imaginería morbosa, con todos sus rituales de penitencia y flagelación y sus inquisiciones y condenas truculentas nos tenía mal acostumbrados. De manera que…
¿Cómo entonces no esperar que el odio contra la iglesia en España no se expresara a través de estilos que la organización religiosa instaurada en la sociedad les había facilitado?
¡Ah! Entonces… Entonces, Manuel, ¿entonces los curas son en cierto modo los culpables de su propia muerte? No. Esto sería demasiado simple. En la Guerra Civil pasó una cosa que no había pasado antes. La violencia no se paró en los curas, se extendió hacia cualquier cristiano, cualquier persona podía ser acusada de «ir a misa» y eso bastaba para que pudiera ser fusilado o muerto en cualquier momento. Todos hemos escuchado historias y son ciertas, por desgracia. La acusación de cristiano, de católico, de creyente, equivalía a la acusación de fascista, de capitalista, de burgués. Y con eso bastaba. Por menos incluso mataron a personas en la Guerra Civil. Pero aquí también los curas se llevaban la palma. «Tenemos que matar al cura, por lo menos eso, o los de los pueblos vecinos nos mirarán mal», se dice en La ira sagrada. Pues sí. Que el cura siempre está a mano.
¿Qué? ¿Qué aún no he dicho que este es un país de pirómanos? Tenéis razón, en un artículo de incendios y hogueras no puede faltar la palabra «pirómano». Este es un país de pirómanos. Ya está. Dicho. Todos contentos.