(Viene de la primera parte)
A mediados del siglo XIX, mientras el avispero de la intelectualidad estaba revuelto y ocupado con interminables debates sociológicos, hubo unas décadas de aparente ralentización de los avances tecnológicos. Este frenazo tranquilizó a quienes temían encontrarse por segunda vez con un mundo nuevo e irreconocible, pero esa tranquilidad no iba a durar. El paréntesis era la calma antes de la tormenta, pues se estaba gestando una segunda y todavía más vistosa oleada de avances. En 1855, el inglés Henry Bessemer patentó un nuevo mecanismo metalúrgico con el que podía producirse acero en grandes cantidades. Su «convertidor Bessemer» permitió que el acero se convirtiera en un ingrediente básico de la industria y la construcción. La amplia oferta de esta aleación abrió nuevas puertas, entre ellas la fabricación en serie de piezas metálicas que podían ser ensambladas para construir con rapidez diversos tipos de máquinas. Dicho de otro modo: las máquinas no solo iban a ser más abundantes que antes, sino también más asequibles, más resistentes y más fiables.
Esto generó una nueva percepción sobre los sistemas de producción y sobre las posibilidades de la ciencia. El progreso técnico se solidificó como una realidad indiscutible, ya no solamente como una idea que podía ser debatida. Muchas mentes empezaron a trabajar con febril entusiasmo en la consecución de ese progreso, inventando cosas o mejorando las que ya estaban inventadas. El ritmo se volvió frenético. Unos inventos propiciaban otros inventos, que a su vez inspiraban otros más. La «Segunda Revolución Industrial» estalló en la década de 1870 y la humanidad contempló con asombro el triunfo del ferrocarril, el telégrafo, la electrificación, la producción en masa, y la metamorfosis de campos como la construcción o la medicina. Aunque no todas las regiones del mundo se subieron al carro de la Revolución Industrial, todas notaron sus efectos: algunas como protagonistas activas, otras como perseguidoras esforzadas, y las demás como víctimas pasivas tanto de la modernización bélica como de la voracidad que las potencias recién industrializadas mostraban hacia las materias primas.
Fue tal el entusiasmo investigador durante el último tercio del siglo XIX que en cada rama de la ingeniería y la ciencia había varias personas trabajando en la persecución de un mismo avance. Un caso célebre fue la muy debatida invención del teléfono. El italiano Antonio Meucci diseñó un transmisor electromagnético que le permitía, mientras trabajaba en el laboratorio del sótano de su casa, hablar con su mujer enferma que pasaba muchos días postrada en una habitación de la segunda planta. Meucci bautizó su invento como telettrofono. En 1871, tras haber elaborado una treintena de prototipos del aparato, acudió a la oficina estadounidense de patentes y anunció su intención de registrar su invento (aunque no formalizó la patente propiamente dicha, porque no disponía de dinero). Este anuncio se realizaba rellenando un formulario conocido como patent caveat, «aviso de patente», que tenía carácter provisional y, aunque no era válido como registro definitivo de un invento, concedía cierto plazo para que el inventor encontrase financiación con la que asegurarse la patente, o para que completase el requerido y complicado informe técnico. Así se evitaba que otro individuo con mejores recursos pudiera robarle la idea y adelantársele de manera ilegítima. En otras palabras, Meucci inventó el teléfono, pero no lo patentó y solamente anunció su intención de patentarlo. Como tampoco presentó un informe técnico completo, solo cabe fiarse de su palabra (y la de varios testigos) en torno al telettrofono, aunque históricamente se considera probado. La ley permitía renovar el caveat cada dos años, pero Meucci estaba tan consumido por las deudas y la mala salud que en 1874, cuando acabó el segundo plazo de renovación, no se presentó. Dejaba el camino abierto para que otro inventor pudiese patentar un aparato similar.
Ese otro inventor fue Alexander Graham Bell quien, menos de dos años después, en 1876, registró la patente de un aparato que había desarrollado por su cuenta. En el documento presentado, Bell se refería al aparato no con un nombre llamativo, sino con una etiqueta más bien lacónica: «mejoras en el telégrafo sonoro». Sonaba bastante peor que el telettrofono de Meucci, pero su patente, al contrario que el documento preliminar del italiano, sí contenía una descripción funcional del aparato y era, por tanto, definitiva. El debate sobre si fue Meucci o si fue Graham Bell el inventor del teléfono ha sido un buen entretenimiento para los historiadores de la tecnología, pero aquí este ejemplo nos sirve para ilustrar la frenética carrera tecnológica propiciada por la Segunda Revolución Industrial. Los inventores y descubridores se adelantaban unos a otros por cuestión de meses, a veces incluso por cuestión de semanas. Las noticias científicas sensacionales se sucedían con mareante velocidad. Nadie sensato dudaba ya de que el progreso tecnológico era imparable. Ni siquiera hacía falta esperar muchos años para ver cómo el mundo cambiaba.
Los posibles efectos negativos de la Revolución Industrial habían sido detectados con rapidez. A principios del siglo XIX, trabajadores ingleses se rebelaron ante la introducción del telar de vapor en el sector textil. Los patronos estaban deseosos de aumentar sus beneficios prescindiendo de operarios humanos a los que hubiese que abonar un salario, y los trabajadores vieron esto como una maniobra innoble. Las máquinas no cobraban dinero, no se cansaban y no se quejaban, así que les quitaban el pan de la boca a los humanos. Aquellos trabajadores reacios, conocidos como «luditas», personificaron el (en sus circunstancias, justificado) recelo ante la mecanización de la producción. No fueron los únicos. Las clases bajas abrieron los ojos ante un mundo cambiante que hacía cambiar sus propias ideas. En otros tiempos, la distinción de clase entre nobles y plebeyos había sido aceptada como parte del orden natural de las cosas. Incluso la existencia de una adinerada burguesía comercial había parecido el lógico y aceptable resultado de la habilidad mercantil de ciertos individuos. La burguesía industrial, por el contrario, conseguía su riqueza mediante la explotación directa e indisimulada del esfuerzo ajeno. Y lo hacía sin ofrecer la cobertura social que antes habían proporcionado los señores feudales, los caciques, las iglesias locales y otras figuras de autoridad. Esta ausencia de cobertura era un factor fundamental para el descontento. La industrialización hizo más visible, y menos perdonable a ojos de los pobres, la desigualdad económica. Las máquinas propiciaron la multiplicación de fortunas y la aparición de todo un estrato de nuevos ricos, sin que las condiciones de vida de los trabajadores, que obtenían poco más que salarios de supervivencia, mejorasen. En las ciudades industriales los barrios obreros crecían con vertiginosa rapidez, pero las clases trabajadoras carecían de redes de apoyo social que, mejores o peores, sí habían tenido en ciudades pequeñas y zonas rurales.
La proliferación de empleos industriales no provocaba la aparición de una clase trabajadora relativamente acomodada, sino de grandes bolsas de explotación en donde ni siquiera quienes trabajaban escapaban de la pobreza. Esto rompía con el espíritu del «contrato social», término acuñado por Rousseau para un acuerdo tácito entre diversas partes de la sociedad; de uno u otro modo, el pacto había servido como elemento estabilizador. Pero los trabajadores se sintieron abandonados porque eran testigos directos de una revolución productiva y económica, y veían que se estaban quedando atrás, mientras los beneficios ascendían exclusivamente hacia los patronos que habían aportado el capital inicial. Era el capitalismo industrial, para el que no existían todavía regulaciones o frenos. Los abusos laborales eran la norma.
Se intensificó como nunca antes la actividad sindical y política entre las capas más pobres de la población. Las propias clases altas no eran ajenas a estos problemas, aunque se dividían en diversos sectores según su manera de analizar la situación. Algunos ricos pretendían mantener la vieja idea de que el privilegio formaba parte del orden natural, y empezaron a defender elucubraciones supremacistas como el «darwinismo social», según el cual las desigualdades en el estatus socioeconómico se debían a factores innatos, y habían sido determinadas por el triunfo de los más aptos. Esto era una aplicación simplista de la lucha por la supervivencia que Darwin había usado para describir el funcionamiento de los ecosistemas naturales, y no el de las sociedades humanas, pero era la clase de falacia que se extiende con rapidez cuando conviene a según qué intereses. Otras personas ricas, por el contrario, sí criticaban las desigualdades. De las clases medias o acomodadas surgieron ideólogos como Karl Marx. También surgieron individuos que impulsaban tareas humanitarias como campañas para abolir la esclavitud, o para intentar que los respectivos gobiernos fuesen justos en su política exterior (eso sucedió en Inglaterra durante las guerras del Opio, aquellas con las que Inglaterra inoculó la plaga de la adicción en China para que los comerciantes británicos pudieran seguir comprando té y recuperando el dinero traficando con droga en la frontera del gigante asiático). Una nueva moralidad para con los de abajo: la idea de caridad era lentamente sustituida por la idea de justicia. El progreso ya no era solo un proceso de cambio tecnológico o científico, sino también ético.
Otra transformación psicológica fue la aceptación colectiva del mecanicismo como la manera preponderante de entender el funcionamiento del mundo. Aunque la idea de que todo fenómeno físico tenía causas físicas no hizo desaparecer la religión, como habían esperado algunos pensadores de la Ilustración —el principal responsable teórico de la revolución mecanicista, Isaac Newton, había sido un devoto cristiano—, sí propinó un golpe severo a la concepción mágica del universo. En la Antigüedad, el mecanicismo había sido una noción excéntrica propia de individuos incomprendidos, como Demócrito. Durante el inicio de la Ilustración ya no era una idea marginal, pero sí exclusiva de los estudiosos. Con la Revolución Industrial, sin embargo, las máquinas convencieron a la gente de que el mundo era, en esencia, una máquina más grande. Ya no se necesitaba ser Isaac Newton para entenderlo. Y eso implicaba otra noción nueva: los descubrimientos que se realizan en el presente pueden tener un efecto muy duradero sobre lo que sucederá en el futuro. Si cambiar piezas en una máquina modifica el funcionamiento de la máquina entera, lo mismo es cierto cambiando máquina por «sistema político» o «sociedad».
La acumulación de avances en tan pocas décadas hizo que la historia fuese vista por fin como un avance más o menos continuo desde un pasado primitivo hasta el tiempo presente, más evolucionado que ningún tiempo anterior. Las personas, de repente, vivían su edad adulta en un mundo muy diferente al de su infancia. Habían crecido viajando en carromato, pero envejecían recorriendo la misma distancia en mucho menos tiempo gracias al tren. Habían crecido escribiendo cartas cuya entrega se demoraba días o semanas, pero envejecían enviando telegramas que llegaban al destino en un instante. Dado que era previsible que los descubrimientos científicos y tecnológicos continuasen produciéndose a gran velocidad, era sensato formular una nueva pregunta: «Si el mundo ha cambiado tanto desde que yo nací, ¿cómo cambiará después de que yo muera?».
La historia podía proyectarse hacia el futuro. Podía compararse el cambio entre los siglos XVIII y XIX, y proyectar ese cambio hacia el siglo XX. Esto produjo visiones pesimistas y optimistas del porvenir. Los pesimistas partían sobre todo de una proyección del contexto social. Por ejemplo: si la tecnología había propiciado la explotación laboral, una tecnología aún más avanzada podía conllevar métodos más refinados para ejercer dicha explotación. Los núcleos industriales, ya abarrotados, podían convertirse en colmenas deshumanizadas pobladas por obreros cuya existencia se vería reducida a un estado de supervivencia cuasi animal; así nacía la «distopía», el temor a que el progreso tecnológico se desparejase para siempre del progreso ético y social. Otra preocupación nueva era la mecanización de los ejércitos y la aplicación de los nuevos descubrimientos científicos al propósito destructivo de la guerra; cabe admitir que, al menos en esto, incluso las visiones más negras de finales del XIX se quedaron cortas.
Entre los optimistas primaba otra lógica: casi cada nuevo invento aportaba un incremento de la eficiencia productiva, ya fuese medida en tiempo, en esfuerzo o en recursos. A mayor eficiencia en la producción de bienes, más bienes disponibles para un mayor número de personas. La industrialización estaba permitiendo la fabricación de productos en masa, aumentando la oferta y disminuyendo los precios. Thomas Alva Edison, crecido en un mundo donde iluminar toda una casa mediante velas había sido un lujo para los ricos, imaginaba otro mundo en el que incluso las casas de los más pobres serían iluminadas por bombillas eléctricas. Y ya nadie tendría que quedarse a oscuras.
En 1917, Alexander Graham Bell ya había cumplido setenta años. Su invento, el teléfono, estaba en millones de hogares (Antonio Meucci había muerto sin disputar con éxito la patente). Graham Bell sabía, como todos quienes habían vivido en su generación, que el mundo de los humanos había cambiado más deprisa en el siglo XIX que en los varios milenios registrados en las crónicas escritas, o en los milenios redescubiertos por la arqueología. Aunque en 1917 Europa estaba sumida en una guerra que materializaba las pesadillas de la tecnología aplicada a la indigna tarea de matar, el inventor estadounidense permanecía optimista. Ejerciendo como invitado de honor en la ceremonia de fin de curso de una escuela de formación profesional, pronunció una perorata que se haría famosa por su humanismo y su carácter predictivo. Graham Bell empezó exclamando ante los recién graduados: «¡Qué cosa gloriosa el ser joven y tener un futuro por delante!» (aunque él pensaba, suponemos, que su jovencísima audiencia todavía no estaba en posición de entender la profunda significación de esa frase). Justo después, el inventor bromeaba: «No pretendo insinuar que soy viejo, ¡de ninguna de las maneras! Lo he dicho pensando en una anciana que vive en Baltimore y tiene ciento ocho años de edad, con las facultades mentales intactas. Poseedora de una mente brillante y activa, es capaz de, usando sus propios recuerdos, mirar atrás y reconstruir todo un siglo de progreso en el mundo». Conociendo los cambios del pasado, decía Bell a sus oyentes, sería posible vislumbrar por dónde irían los cambios del futuro.
Su visión de ese futuro, como las de muchos otros científicos e ingenieros de su tiempo, era optimista en esencia. Pesimistas eran los filósofos y literatos, cuyo sedimento más melancólico era quizá producto de tratar con las generalidades de la condición humana, y esa condición humana es falible, imprevisible y traicionera. Quienes trataban con las máquinas, por el contrario, no centraban su atención en un mundo dominado por seres indignos de confianza, sino repleto de artefactos hechos con piezas que, cuando son dispuestas de la manera correcta, siempre producirán el mismo resultado. Una máquina no miente ni traiciona. Una máquina bien construida es fiable y hace siempre aquello para lo que fue diseñada. Un hombre puede ser malvado, pero si la máquina es fabricada para el bien, siempre producirá como resultado el bien. Salvo, claro está, que un humano decida usarla para el mal. Pero también en esto eran optimistas los tecnicistas decimonónicos: si la historia ya no era un péndulo, sino una suma; si el mundo había avanzado desde un pasado primitivo hasta un presente glorioso, se debía a que, sumando todas las voluntades humanas, el propósito de mejorar el mundo termina teniendo más peso que el propósito de empeorarlo.
En su discurso, pues, Bell se maravillaba del progreso. Glosaba la posibilidad de ver latir el corazón gracias a los rayos X. Especulaba, en un comprensible y perdonable desliz, que sería el alcohol, y no el petróleo, la sustancia destinada a alimentar las necesidades energéticas de la industria. Se preguntaba sobre la manera de desalinizar el agua de mar, una necesidad que justificaba citando una noticia de la época: los tripulantes de un barco extraviado en mitad de la niebla habían fallecido por no tener qué beber: «Es un reflejo de la [escasa] inteligencia humana el que varias personas deban morir de sed cuando están rodeadas de agua». Bell también sugería que los hogares fuesen construidos con un tejado pensado no solo para repeler la lluvia, sino también para aprovechar el calor del sol mediante un sistema de tuberías que alimentarían una caldera. Imaginaba un sistema de aire acondicionado basado en el aire comprimido. Y, en la más ingenua de sus ensoñaciones, aunque lógica, se preguntaba si el desarrollo del transporte aéreo podría servir para dejar de construir carreteras y ferrocarriles que mancillasen el paisaje. Su optimismo alcanzaba también lo social: animaba a que las pocas muchachas de aquella promoción persiguieran sus sueños de una carrera técnica, recordándoles que había sido una mujer, «Madame Curie de París», quien había propiciado «la mayor mutación científica en lo que llevamos de siglo veinte». Alexander Graham Bell poseía, sin duda, una mente clarividente.
La lógica de los optimistas era la lógica de los números. Si mayor producción de bienes implicaba mayor cantidad de bienes disponibles para todos. Y una más eficiente producción de bienes implicaba menor necesidad de mano de obra. La combinación de estos dos factores conduciría a una sociedad en la que todos tendrían cubiertas sus necesidades básicas, a cambio de trabajar, como mucho, unas pocas horas semanales. Una sociedad de la abundancia colectiva y el ocio generalizado. Una visión utópica que se oponía a la distópica. Abundaban los textos e ilustraciones con imágenes de un futuro deslumbrante, idílico, y repleto de invenciones que hoy nos parecen cómicas, pero que expresaban el genuino deseo de emplear las nuevas herramientas tecnológicas para construir una sociedad mejor.
El siglo XX materializó muchas de las esperanzas y también muchas de las pesadillas del XIX. Se demostró que, como había temido Gustave Le Bon, las decisiones colectivas tienen una muy poderosa influencia, pero también imprevisibles consecuencias. La solución de viejos males trajo males nuevos, mientras las filosofías y las ideologías pugnaban por entender un mundo en metamorfosis. Se produjeron varias catástrofes que pudieron ser evitadas pero que, bien al contrario, fueron fomentadas: dictaduras de todo signo, guerras de magnitud insólita, opresiones de pueblos enteros, segregaciones, etc. Pese a todo, en suma, la humanidad prosperó, al menos si tomamos como índice el más antiguo y básico: la demografía. Hoy vive en el mundo más gente que nunca antes, y los porcentajes de miseria y hambre han disminuido (aunque hay signos de que la tendencia podría invertirse).
En términos históricos, la revolución iniciada por la máquina de vapor aún es, aunque parezca mentira, joven. La pugna ideológica del siglo XX no ha cesado en el XXI, aunque toma nuevas formas tras el desencanto del comunismo y el abandono deliberado del estado social en los países capitalistas. Nadie niega que el progreso científico y tecnológico es uno de los dos ejes de la nueva historia, y que el otro eje es la determinación de cómo se aplica ese progreso para que, de ser posible, la vida de todos sea más llevadera (sumando un tercer factor: cuánto aguantará el ecosistema). Quizá es momento de recordar que la bomba de vapor fue bautizada «amiga del minero» porque permitía obtener idénticos resultados con un inferior coste en trabajo. Y de resucitar la aspiración decimonónica de que la existencia humana puede —puede, no solo debe— ser más agradable para todos, incluso para los de abajo.