«Tengo una idea», dijo Beverly.
Y así fue como, en torno a la página mil de la novela, Stephen King anunció que iba de morros hacia el escándalo. El personaje de Beverly tiene once años y está atrapada con sus seis amigos en las cloacas de Derry. Ante una muerte inminente, tiene una especie de revelación. La idea para salvarlos a todos: que, uno por uno, pierdan su virginidad con ella, por turnos, sobre el cemento pútrido de los túneles.
Niños, alcantarilla, orgía.
No había permutación posible que no derivara en polémica. El material era nitroglicerina narrativa. Siete páginas detallando cómo el Club de los Perdedores se deja guiar por la única chica del grupo —«Tienes que poner tu cosa dentro de mí»— en una atribulada escena de sexo explícito entre niños que alternan el placer y el desconcierto.
Y eso que, hasta ese punto de la novela, créanme, ha pasado ya de todo, y casi nada bonito. Padres que violan a sus hijas, hijos que degüellan a sus padres, bebés asfixiados por sus hermanos, asesinatos de homosexuales, masacres racistas, felaciones infantiles: pederastia, incesto, homofobia, violencia machista. Un poco del festín habitual del Kingverso en el que pocos adultos y absolutamente ningún niño están (jamás) a salvo.
Cuando It se publicó en 1986, King llevaba décadas de diligente entrega a una dieta de drogas y alcohol —«borbotones de Listerine y pastillas», suavizaba su editor Chuck Verill— bajo la que había parido veintiún libros. Como confesó después en Mientras escribo, ni siquiera era consciente de haber escrito muchos de ellos, y otros los tecleó con algodones en la nariz para cortar la hemorragia de la cocaína. No tiene mucho sentido afirmar eso de que estaba «en la cima del éxito» cuando la realidad es que lleva cincuenta años ahí encaramado, pero baste con señalar que recibió tres millones de dólares de adelanto por escribir It. La idea le había brotado durante un paseo por un entorno inhóspito que combinaba el clásico cuento noruego Las tres cabras macho Gruff con el brumoso recuerdo de una biblioteca de su infancia. Dedicó cuatro años al empeño.
Cuando acabó, sucedieron dos cosas: que fue la novela más vendida en Estados Unidos y que a nadie pareció importarle demasiado aquella orgía del final: ni a los que les gustó, ni a los que la detestaron, ni siquiera a los críticos literarios. Nadie la mencionaba. La hemeroteca conserva alabanzas como la de Los Angeles Herald («Es el Moby Dick de las novelas de terror»), o reseñas más tibias, como las del New York Times, pero cero comentarios encendidos por la evidente problemática de la escena. O se los tragó la tierra, o los que vieron herida su sensibilidad optaron por santiguarse en la intimidad. Ni rastro de escándalo… de momento.
Así como la historia matriz de It es la de una entidad malvada que palpita bajo la ciudad de Derry y resucita cada veintisiete años, la polémica del gang bang pubescente dormitó durante décadas esperando el momento para salir a la superficie, flotando.
A partir de 1990, la adaptación televisiva convirtió al payaso Pennywise en icono del terror global, uniéndose eternamente al rostro de Tim Curry y su sonrisa de alfileres. Tommy Lee Wallace, su director, tomó el camino más lógico para que la miniserie fuera digerible en televisión: sustituir el espanto escabroso por el terror psicológico. La cadena ABC ni siquiera tuvo que sacar el dedo censurador a pasear, porque la adaptación respetaba ese anatema atávico de la pequeña pantalla: no mostraba a ningún niño en peligro, justo el epítome de quién es el bueno de Steve como escritor. En la It televisiva, ningún menor era mutilado, violado, asfixiado ni, muchísimo menos, practicaba sexo en grupo. La traslación no era compleja; era, sencillamente, inconcebible.
Nadie la echó de menos ni les afeó la omisión. Por muchas razones. Algunas evidentes (así como en las reseñas del libro no se sacó a relucir, en las entrevistas promocionales de la serie nadie preguntó por «eso»), otras estructurales (internet no era una realidad masiva y no existía tal cosa como los foros de debate). Pero hay algo más. Hablamos de una novela de mil y pico páginas. Pensar que un lector de estómago sensible, un detractor de la crudeza temática de King, vaya a embarcarse en un ladrillo semejante para sentirse fácilmente asqueado es una perspectiva que, excluyendo el masoquismo, deja pocas posibilidades. Si lo intentaron, tuvieron mil páginas rebosantes de depravaciones para salir por patas antes de toparse con el orgiástico desenlace. Sus haters no pusieron el grito en el cielo… porque sencillamente no lo leen.
¿Y los que sí lo leyeron? Porque hablamos de uno de los best sellers más relevantes de la época. Ah, esto es interesante. Sucede algo curioso con quienes se entregaron a la lectura de It en sus años mozos y llegaron a la escena de la orgía: muchos ni siquiera la recuerdan. Es una especie de síndrome de memoria suprimida que regresa automáticamente con la mención del asunto. Por supuesto que esto es no un hecho científico que sobreviva a un fact-check, solo una apreciación fruto de decenas de conversaciones y de una batida concienzuda de todo (bueno, de mucho) lo escrito online al respecto. Es infrecuente que se asocie It a «la novela de la orgía infantil», y bastante habitual que, en cualquier publicación sobre la obra, alguien se descubra atónito por haber bloqueado de su recuerdo una escena tan… poco olvidable.
Esto es interesante por la forma en la que opera el recuerdo de lo leído, pero, sobre todo, porque supone una analogía con más enjundia. Uno de los ejes temáticos de la novela, de sus asuntos capitales, es precisamente este: el olvido que inexorablemente acompaña a la madurez. Toda la historia se cimenta sobre esa certeza. «Los adultos no recuerdan su niñez. Ninguno de nosotros recuerda lo que hizo cuando era niño. Creemos que lo hacemos, pero no lo recordamos como ocurrió de verdad», dice el propio King. La memoria como espejismo, una de sus obsesiones.
De eso y no de otra cosa va It. De la verdadera naturaleza del Mal, de su digestión y de los traumas de la niñez. A través de la exploración y sublimación de los horrores infantiles —el monstruo puede tomar cualquier forma—, se convierte en algo metaficcional, no tanto un libro aterrador como un libro sobre el miedo. It referencia precisamente «eso», el tabú que no mencionamos pero impregna nuestras vidas, el que creemos aniquilar a fuerza de no pronunciarlo. Y pocas cosas hay más tabú que la sexualidad infantil.
It es una historia mucho (muchísimo) más extraña y compleja de lo que la gente recuerda. La popularidad de la adaptación televisiva y lo icónico del payaso y el globo rojo hicieron mundialmente conocida la trama, pero reducida a su mínima expresión. Incluso quien no ha leído el libro o visto la miniserie cree saber que trata de unos niños que luchan contra un payaso diabólico que acosa su ciudad. Visto así, contar que esos niños vencen al villano desvirgándose en comandita con su amiga de once años, efectivamente, más que ser una perversión, roza la pornografía infantil.
Esos fueron exactamente los términos en los que se propagó el escándalo por algo que había pasado inadvertido durante décadas, con la escena aislada de la obra. La parte por el todo, el cebo de la orgía en un titular. Cuando se democratizó, el altavoz incontrolable de internet difundió el extracto por todos sus rincones y el dedo acusador se volvió contra un autor al que (singularmente quienes no lo han leído) ya le tenían ganas. No hacía falta haberse zampado mil páginas para sentirse íntimamente atacado por aquella afrenta a la moral. Ni siquiera saber exactamente de qué iba el libro para tacharlo de pedófilo. Vamos, el ADN de la controversia posmoderna.
Stephen King —que concede pocas entrevistas, pero jamás hace el avestruz cuando arma jaleo— tardó algún tiempo en dar la cara. Dejó que aquello siguiera su curso, con agrios enfrentamientos entre los escuderos que disculpaban la narración aludiendo a la politoxicomanía bajo la que fue escrita y los que le exigían una disculpa en retrospectiva. Cuando empezaba a acariciarse la idea de un remake cinematográfico de It, King se metió de patas en el asunto y respondió a uno de las decenas de comentarios en su propia web (escogió el mas educado) y explicó lo siguiente:
No pensé realmente en su aspecto sexual. El libro lidia con la infancia y la edad adulta. Los adultos no recuerdan su infancia. Ninguno de nosotros recuerda lo que hicimos cuando éramos niños, pensamos que lo recordamos, pero no recordamos lo que realmente pasó. Intuitivamente, los Perdedores sabían que tenían que estar juntos de nuevo. El acto sexual conecta la infancia con la edad adulta. Es otra versión del túnel de cristal que conecta la biblioteca de los niños con la de los adultos. Los tiempos han cambiado desde que escribí esa escena y ahora hay más sensibilidad ante esas ideas.
Era 2013 y el mundo había cambiado. Habían pasado exactamente veintisiete años desde que se publicó It.
Una orgía para unirlos a todos
¿Las orgías de niños eran moralmente más aceptables en 1986 que en 2020? No, probablemente no. Entonces, ¿los que no se escandalizaron hace tres décadas, o que ni siquiera repararon especialmente en una escena de esa índole sexual, son unos sucios depravados? Probablemente tampoco.
La respuesta puede darse de dos maneras, dos formas de decir lo mismo: no les escandalizó porque eran presas de lo que se viene en llamar el «hechizo narrativo» y porque la escena encajaba en el universo del libro. Que no, no es el nuestro.
Verán: en It el universo está fuera de lugar, y el monstruo es producto de un mal cósmico. Derry es el mismísimo epicentro, donde se produce una zarzuela de horrores sobrenaturales y también cotidianos. Stan, Eddie, Richie, Mike, Ben y Beverly lo derrotan dos veces en dos líneas temporales y ninguna de ellas es fácilmente explicable, ni comprensible de forma racional; ni por asomo es posible enunciarla sin que resulte ridículo. Se necesitan mil páginas para que todo eso cobre sentido.
Aun así, ahí va un intento de resumir el galimatías: en 1985, los Perdedores, ya adultos, confrontan a «Eso» celebrando el ritual chamánico de Chüd, emprendiendo un viaje psicodélico más allá de los límites metafísicos. Abandonando el plano físico, Eso arrastra a Bill a una dimensión alternativa iluminada por fuegos fatuos. Allí ve a una tortuga gigante (y buena) que creó nuestro universo con un vómito. Finalmente logra derrotar a Eso usando el poder mental de sobreponerse a sus miedos. Cristalino, ¿no?
El 10 de agosto de 1958, los Perdedores tienen entre once y doce años y se han perdido en las cloacas buscando la guarida primordial de la entidad. Han luchado contra una araña gigante, pero no han derrotado a Eso, no del todo. El grupo está resquebrajándose, desuniéndose; el vínculo que los une se está disolviendo tan rápidamente como su inocencia. Quieren salir de allí y seguir siendo niños, aunque saben que ya no lo son. Beverly tiene la idea. Hacer «algo que demostrará que los amo a todos y que todos son mis amigos». Entonces, los guía hacia ella.
Ambos duelos, en ambas líneas temporales, son espirituales, psíquicos. No vencen al Mal a cachiporrazos, no con la fuerza, sino con la psique. Son batallas sobrenaturales. ¿Qué tal suena decir que los niños derrotan a un mal cósmico con la amistad, con el valor? Fatal, ¿verdad? Pero es que eso es la esencia de lo que ocurre. Es mucho más simbólico que erótico.
Cuando Stephen King afirma que «no pensó en lo sexual» de la escena, no miente. El pasaje —narrado en exclusiva desde el punto de vista de Beverly— no contiene lujuria, ni se recrea en lo carnal. Es incluso torpe. Tan torpe como una niña «con doce años no cumplidos», como dice su padre, que va dando bandazos con instinto primitivo, pero con nula experiencia. A la que han aterrorizado con el sexo desde que comenzó su pubertad. Poco a poco, va comprendiendo. Cruza ese puente metafórico hacia la adultez, y entiende por qué las chicas murmuran sobre «eso» en el baño, considerándolo algo asqueroso, un tabú que no pronuncian. No están equivocadas, sino que son eso, niñas. Y ella —en ese mismo instante— deja de serlo. «Hay potencia en ese acto, sí, una potencia capaz de romper cadenas que corre por la sangre. Un éxtasis mental», descubre.
El sexo, que en toda la novela ha sido un instrumento traumático de violencia, de sumisión, humillación y castigo, aquí —y solo aquí— se vuelve un acto de amor. De unión. Algo reconfortante y hermoso que les saca de las cloacas hacia el aire limpio del exterior. Problemático, complejo y perturbador, en efecto. Pero perfectamente comprensible dentro —y solo dentro— del universo de la novela, en ese particularísimo cosmos. ¿Podría haber logrado esa unión con otro acto espiritual? ¿Es que no existía otra analogía para simbolizar ese rito de paso a la edad adulta? No. La novela, no lo olvidemos, habla de tabúes. Y el sexo, nos guste o no, es la frontera invisible que separa la niñez de la adultez, no el dejar de jugar con muñecos. Aquí se presenta como un antídoto positivo, liberador. Incluso el sexo raro, el no planificado, el de una chica que pierde su virginidad entre aguas residuales, puede ser poderoso y hermoso si las personas que lo practican se respetan y quieren. Es un mensaje valiente que King sigue dispuesto a entregar y a defender, por muchos años que pasen.
Solo habló del tema otra vez más. Cuando en 2017 se estrenó la primera entrega de la película de Andy Muschietti, la revista Slate volvió a preguntarle por la orgía, rascando sus buenos clics. En esta ocasión se mostró más taxativo: «Me resulta fascinante que haya muchos comentarios sobre esa singular escena de sexo y muy pocos sobre los múltiples asesinatos de niños. Esto debe de significar algo, pero no estoy seguro de qué», zanjó.
Por supuesto que sabe qué significa, pero no lo va a decir ni ahora, ni dentro de veintisiete años, ni cuando concluya el siguiente ciclo de hibernación de la polémica. Porque ese es el tema de las metáforas, de las alegorías o de las bromas: pierden su lógica cuando hay que explicarlas. Que es exactamente lo que ocurre con la orgía de los Perdedores.
Cada cual es muy libre de tacharlo de aberración si así lo siente. De demostrar lo socialmente sensibles y comprometidos que nos hemos vuelto en las últimas décadas, y lo mucho que se pasó Stephen King de frenada cuando iba hasta las cejas. De asquearse hasta el resuello ante la aleación de alcantarilla-orgía-niños. O, simplemente, flotar en ese universo.
A fin de cuentas, esos niños salieron de la alcantarilla, en fila, con las manos sobre sus hombros, unidos. Ahí abajo, todo encajó. De una forma extraña y marciana aquí arriba, pero encajó. Se salvaron, sin traumas ni remordimientos. Como los adultos que ya eran y los niños que dejaron de ser exactamente en ese instante. Durante toda la novela los mundos de los adultos y los niños se han presentado enfrentados, como especies separadas que se atemorizan entre sí porque no se comprenden. Hasta aquí.
Bill lo suscribe en la última página, en el interludio final: «Es bueno ser niño, pero también es bueno ser adulto y poder analizar el misterio de la infancia, sus creencias y sus deseos». Sin tabúes. Sin llamar «Eso» a lo que se teme. Poniéndole nombre. La infancia es especial porque se termina: ese es el corazón del libro, de la gran novela americana.